Lector amigo, ¿qué
hace uno cuando se halla frente a dos caminos distintos, igualmente sugestivos
y amables, y es forzoso escoger? Decidirse por uno es dejar escapar el otro,
tal vez para siempre. Decía Ortega que, hasta cuando renunciamos a tomar una
decisión, es que hemos decidido no decidir. La vida para los mortales es una
renuncia constante, punzados por lo que los franceses llaman l’embarras du choix (la molestia de
escoger). Para algunos, no para todos, habría que añadir inmediatamente. Para
otros, para muchos, puede ser una derrota sin alternativas, sin esperanza.
La decisión que
debo tomar ahora, al escribir sobre la bellísima Zaida, como prometí en una
entrada anterior, es si quiero seguir estrechamente los datos históricos o
perderme discretamente por los caminos de la leyenda. Quizá tampoco sea necesaria
una separación estricta de los dos mundos. En este caso, el corazón me lleva
por el sendero de los sueños y las leyendas. Dejemos para el historiador la tarea
de ajustarse a los hechos reales. Hablé yo de Zaida, porque algunos comparaban
su romance con Alfonso VI, con el de Carlomagno y la Galiana. Y de Zaida me
remonté al rey poeta de Sevilla Al-Mútamid, su amada Rumaykiya y el visir Ben
Ammar. Y a la novela de don Claudio Sánchez Albornoz, Ben Ammar de Sevilla.
¿Cómo conoció
Al-Mútamid —era un joven príncipe entonces— a Rumaykiya? De eso se sabe todo,
hasta las primeras palabras que se cruzaron. El príncipe iba con su amigo del
alma (algunos piensan que eran hasta demasiado amigos) Ben Ammar, paseando por
las orillas del Guadalquivir e improvisando poemas. El príncipe declamó: El viento transforma el río / en una cota de
malla, y pidió a Ben Ammar que siguiera. Bueno, pues este, con lo gran poeta
que era, aquí anduvo un poco lento y una muchacha que pasaba por allí fue la
que continuó: Mejor cota no se halla /
como la congele el frío. Quizá estos dos versos no te entusiasmen
demasiado, lector. Los del príncipe tampoco eran como para desmayarse. La que
sí estaba que tiraba de espaldas era la muchacha; su nombre era Itimad, pero la
llamaban Rumaykiya, porque era esclava de un tal Rumayk.
¿Y qué tiene
esto que ver con Zaida? Pues que el príncipe compró a Rumayk su bella esclava y
se casó con ella y Zaida fue hija de ambos. Eso no es verdad, lector, pero ya
te dije que me iba a ir por el sendero de la leyenda. Por otra parte, en la realidad histórica
era su nuera y es bien sabido que hay nueras que se quieren como si fueran
hijas. Especialmente si son como Zaida, que era una belleza más allá de
toda ponderación, y culta y cantaba y bailaba como las huríes del paraíso.
Si no estás viendo ya a Zaida, querido amigo, no sé yo si vas a seguir bien mis
pobres relatos, que cuentan siempre contigo. Piensa que yo trato de anovelar
(no viene en mi DRAE, 21ª ed.) aunque viene anovelado), pero la imaginación
tienes que ponerla también tú.
Ben Ammar en
algún momento tuvo una esclava llamada Zaida, que no tiene nada que ver con la
otra. Ben Ammar estaba mucho menos interesado en el amor que Al-Mútamid y un día
dijo, que lo oyó don Claudio y lo puso en su novela, que “por cima del amor
está la gloria”. La gente es como es. Pero era un buen poeta, en un momento de
grandes poetas: Ben Suhayd, Ben Házam, Ben Zaydún, Ben al-Labbana, Abi Ishak,
Sumaisir, etc. Y jugaba al ajedrez de manera extraordinaria, lo que le sirvió
para evitar una guerra con Alfonso VI y salvar a Sevilla. Lo apostaron en una partida
y Ben Ammar la ganó. Y paro, que de quién he de hablar es de Zaida. Lo haré en
una próxima ocasión.
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