Quedé en hablar
del español mentado en la Biblia y lo hago. Era de Córdoba, como ya apunté,
pero no hay que imaginárselo con el típico sombrero de ala ancha y rígida,
zahones, etc.; no era la moda en su tiempo.
Corduba, como era
llamada en el siglo I, no era ciudad romana, como Emérita Augusta o Metellinum,
sino una ciudad hispana de la Bética, convertida en colonia romana, con una
población mixta de españoles y romanos. Allí, una familia indígena romanizada,
noble y culta, era la de los Séneca. Y el cordobés de la Biblia era un Séneca,
uno de los muchos Sénecas distinguidos.
De los Séneca,
el más conocido y famoso fue sin duda el filósofo, Lucio Anneo Séneca (Séneca el Joven, 4 a. C. – 65 d. C.), de quien no
diré nada más, para no alargarme. El primer Séneca conocido fue el padre de
este, Marco Anneo Séneca, que ha pasado a la historia por merecimientos propios
—lo mismo que ocurrió con el padre de Trajano, una generación después—, ya que
fue un elocuente orador y gran admirador de Cicerón, al que pudo escuchar en
Roma. Este Marco se caso con Helvia y tuvo tres hijos: el mayor, el que nos
interesa ahora, Lucio Anneo Novato; el siguiente, el ya mencionado filósofo; y
el tercero, M. Anneo Mela, padre del famoso poeta Lucano. Todos nacieron en
Corduba y eran cordobeses, aunque pasaron la mayor parte de su vida en Roma,
donde alcanzaron altos puestos.
En Corduba
vivía entonces un gran literato, Lucius Junius Gallius, íntimo amigo de Séneca
padre. Tanto que, amparándose en las vigentes leyes romanas, adoptó al hijo
mayor de este, que pasó así a llamarse Lucius Junius Gallius Annaeanus
(Gallio), citado en los escritos de su hermano el filósofo, que lo quería
mucho. También lo citan Tácito, Statius, y Suetonio, que lo calificó de egregius declamator. Fue senador,
procónsul en Achaía (lo que había sido Grecia) hacia los años 51-52 d. C. y
finalmente cónsul.
Durante su
proconsulado, se encontró con San Pablo,
como se refiere en los Hechos de los
Apóstoles, XVIII, 12-16. Pablo había dejado Atenas para venir a Corinto, en
donde estuvo año y medio, perseguido por los judíos de la vieja ley, que
negaban su doctrina y lo llevaron ante el Tribunal, acusado de honrar a Dios de
un modo contrario a la ley. Entonces Gallio, antes de que hablara Pablo, se
dirigió a los judíos y les dijo: “Siendo cuestiones de palabras, de nombres y
asuntos de vuestra religión, zanjad vosotros el pleito, porque yo no quiero ser
juez de estas cosas”. Se los quitó así de encima, actitud prudentísima en
materia de religiones y en otros muchos casos. Como hizo también en otro tiempo
el inteligentísimo Zadig, un personaje de Voltaire del que ya conté aquí una
historia. Esta nueva hazaña la explicaré otro día.
Prudencia que
no libró al procónsul del trágico destino de los tres hermanos Séneca y de
Lucano, hijo del menor. Todos acabaron suicidándose, respondiendo a perentorias
invitaciones para hacerlo. La muerte del filósofo la describió Tácito; la de
Gallio la cuenta Suetonio: propia se manu
interficit. ¡Por Dios, qué invitaciones! A mí me llegan a veces algunas que
no me hacen mucha gracia: bodas, funerales y, sobre todo, presentaciones de
libros —han proliferado los escritores y los lectores son ya una especie en
peligro de extinción—, pero al menos nadie invita ahora a suicidarse. La gente
es que ahora, con la crisis, invita poco, la verdad.
Lo que cuento
es mi pequeña contribución a la gloria de Córdoba, en momentos de justa
exaltación por haber ascendido su equipo a la Primera División, después de
cuarenta y dos años en el inframundo, en la nada.
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