Lector, estuve hace poco en
Galicia y te hablé de un clérigo de la catedral que confesaba en gaélico.
Ahora, recién llegado de Alemania, te muestro una foto de un organillero en
Berlín, junto a la puerta de Brandenburgo. Cada vez me fijo más en las gentes,
en sus costumbres, en sus diferencias, en sus semejanzas. Me recuerdan a otras
gentes y hasta se mezclan con personajes que yo he creado con cariño.
Junto a la foto de este organillero
berlinés verás las de otro en Almuñécar, de hace unos seis años. El mundo puede
ser muy parecido, de unos confines a otros. Alguien podría pensar que deformo
las cosas que cuento para hacerlas más interesantes o curiosas. No es así. Pero
sí te diré que una de las músicas del órgano en Berlín era esa canción alemana que
ya mencioné en este blog, Wo die Nordsee
wellen (entrada del 9/6/2014). En un momento canté algunas palabras de la
misma y seguramente el alemán se sorprendió de que un extranjero conociera
parte de la letra.
En Almuñécar la músicas eran
francesas y una señora belga y yo nos atrevimos a cantar. Estos organillos me
han deslumbrado siempre; en algún momento de mi niñez debí de encontrarme con
ellos y me encandilaron. Quizá su nombre francés, orgues de Barbarie, que ni se sabe bien de dónde viene, contribuyó
después a darles un tinte exótico, que me los hace misteriosos, vagantes y bohemios. Y lo
que ocurre ahora es que todos esos confusos sentimientos y emociones
cristalizaron en un entrañable personaje de mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Te copio el pasaje,
abreviado, en el que reconocerás los rasgos del organillero de Almuñécar.
“Allí, casi enterrado bajo un montón de cosas gastadas y
derrotadas por la usura del tiempo, había un organillo de mediano tamaño, uno
de esos Strassenorgeln que se ven
frecuentemente en toda la Europa central, con un nombre grabado en el frente: Michelle.
También había un sombrero hongo, una pajarita blanca y unos grandes y graciosos
bigotes retorcidos hacia arriba, notoriamente exagerados.
Marta, dijo el médico, cuando yo vivía en Suiza, conocí a un
alemán, de nombre Max. Creo que ha sido la persona más buena y pacífica que he
encontrado en mi vida. Había tenido que luchar en las dos grandes guerras
mundiales; en la primera, cuando apenas acababa de cumplir los dieciocho años.
Estaba obsesionado por la idea de que pudiera haber hecho daño a alguien. Estoy
seguro de que yo no maté a nadie, me decía. Si supiera que lo había hecho, creo
que no podría vivir ni un momento más. En el frente, hacía justo lo necesario
para que los oficiales no tomaran
represalias conmigo. Fui obediente y disciplinado, traté sólo de
defenderme y sobrevivir. Prefería que me mataran a que yo tuviera que matar a
nadie. Quien no haya estado en una guerra no puede imaginarse lo que es esa
locura, esa barbarie.
Conocí a Max en el hospital en el que yo trabajaba; estaba ya
muy enfermo. En cuanto se recuperaba un poco volvía a la orilla del lago con el
organillo que él mismo había construido y al que había dado el nombre de la que
había sido su mujer: Michelle, una francesa, una ciudadana del país contra el
que había luchado dos veces, de la que se enamoró perdidamente y con la que se
casó en París al poco de terminar la segunda guerra. Era bastante más joven que él, pero murió muy pronto. Desde
entonces, Max, siempre con su sombrero hongo y sus enormes bigotes postizos, se
dedicó a tocar su organillo, lleno de canciones francesas, de Piaf, de
Brassens, de Charles Trenet,
de Brel y de tantos otros, en los sitios frecuentados por los turistas. Eran
canciones amables y melancólicas, canciones de amor, de recuerdos, de
felicidades que siempre duraban poco. Movía el manubrio con su mano derecha,
mientras llevaba el ritmo muy solemnemente con la izquierda y cantaba por lo
bajo algunas de las canciones. Como aquella de Mon amant de Saint-Jean, de Edith Piaf, que terminaba: Moi qui l'aimais tant, mon bel amour, mon
amant de Saint-Jean, il ne m'aime plus. C'est du passé, n'en parlons plus (Yo,
que le amé tanto, mi bello amor, mi amante de San Juan, él no me ama ya. Es el
pasado, no se hable más).
Vivía con lo que le daban, muy modestamente, pero sin
estrecheces; apenas tenía necesidades. Cuando estaba ante el público, se
volcaba en lo que estaba haciendo y se olvidaba de todo. Sus ojos eran dos
lagos azules y cuando los mirabas atentamente era como si te sumergieras en
ellos, como si vieras el mundo desde dentro de él, tal como lo veía él. Era un
mundo limpio y alegre. Jamás le oí quejarse. No tenía muchos amigos, gustaba de
la soledad. Un poco antes de morir, cuando entendió que era el final, que ya no
iba a salir más a la calle, me dijo que el organillo era para mí, que se lo
guardara, “por si volvía, quién sabe. Si vuelvo tendré que hacer otra vez lo mismo; no sé, no quiero hacer otra cosa”. Me lo dio, porque quizá se había dado cuenta de que yo, cuando lo veía actuar y lo sabía feliz y ausente, le tenía una secreta envidia. Estoy seguro de que cantaba con Michelle, le cantaba a Michelle, ebrio de soledad y de nostalgia. Murió también sin una queja, sin rebelarse; seguramente, no le importaba ya.
Y desde entonces, siempre pensé que yo podría hacer lo mismo que el buen Max. Las músicas eran conocidas y dulces, el público se paraba a escucharlas. Era bonito hacer que la gente pasara un momento agradable. No sé si acabaré haciéndolo alguna vez, Marta, pero te aseguro que no me importaría probar, que me gustaría intentarlo. Yo también he nacido para la soledad. No total, no para siempre, se entiende. Ese es el tipo de vagabundaje en el que pienso muchas veces, cuando hablo con los íntimos, aunque nunca he contado estos detalles a nadie. Ahora ya sabes el secreto de Michelle”.
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