He hablado
recientemente de viajes y de gentes y he insinuado que ahora son estas últimas
las que espolean más eficazmente mi interés cuando viajo. Estoy un poco harto
de las visitas excesivamente circunstanciadas, de los itinerarios demasiado
previstos y tiendo más bien a irme por donde el corazón me lleva, a la buena
ventura. También los museos muchas veces me abruman, me desconciertan y me
agobian un tanto.
Supongo que eso
le pasará a otros y hasta sospecho que es una especie de trastorno bastante
frecuente. Tan es así, que se podría considerar el conjunto de síntomas que
delinearé más adelante, como un nuevo síndrome: síndrome de Gervaise, por lo
que contaré. Sería un cuadro en cierto modo opuesto al de Stendhal.
El síndrome de
Stendhal, o síndrome de Florencia, toma su nombre del famoso escritor francés,
porque este, en su visita a la Basílica de la Santa Croce de esa ciudad, exactamente el 22 de enero de 1817,
experimentó cierto trastorno, que describió más tarde en uno de sus libros, Rome, Naples et Florence, más una crónica de sociedad que un libro de
viajes. Parece que le ocurrió justamente en la capilla Niccolini, admirando los
frescos de un pintor barroco, Baldassare Franceschini, il Volterrano (1611-1689): “Había
llegado a ese punto de emoción en el que se unen las sensaciones celestes dadas
por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce,
tenía palpitaciones, la vida se me agotaba, andaba con miedo de caer”.
Todo esto está referido en mil sitios y no me entretendré más. La psiquiatra
italiana Graziella Margherini creó el epónimo en 1979 y documentó más
de cien casos, en parte ocurridos durante visitas a alguno de los cincuenta
museos de la ciudad.
Para el
tentativo síndrome de Gervaise, aduzco un texto de otro escritor francés, Émile
Zola, de su obra L’assommoir (La taberna). Es algo extenso y he de
mutilarlo sin piedad, sin indicar siquiera los cortes. El hecho ocurre en el
museo del Louvre, a donde el señor Madinier, un antiguo obrero que llegó a
patrón, lleva a los invitados de la boda de Gervaise Macquart, para gozar del
arte. Cuenta Zola:
“Siguieron las
salas, viendo pasar las imágenes, demasiado numerosas para ser bien vistas.
¡Cuántos cuadros, por Dios bendito! La boda se lanzó a la larga galería donde
están las escuelas italiana y flamenca. Más cuadros, siempre cuadros, de
santos, de hombres y mujeres con figuras que no se entendían, paisajes, una
desbandada de gentes y de cosas y un alboroto de colores, que comenzaban a
causar un dolor de cabeza. El señor Madinier ya no hablaba. Siglos de arte
delante de su ignorancia aturdida: la fina sequedad de los primitivos, los
esplendores de los venecianos, la alegre vida y la bella luz de los holandeses.
El señor Madinier se equivocó, extravió a la boda a lo largo de salas
desiertas, frías, amuebladas sólo con vitrinas severas, donde se alineaban
innumerables vasijas rotas. La novia temblaba, se aburría. Cayeron después en
el área de los grabados y dibujos, que no acababan nunca. Los salones sucedían
a los salones, con hojas de papel garrapateadas, bajo cristales, contra las
paredes. Subieron un piso y llegaron al museo de la Marina y se vieron entre
instrumentos y cañones, mapas en relieve, barcos como de juguete. Después de un
cuarto de hora de marcha, muy lejos, se encontró otra escalera, bajaron y se
hallaron de nuevo en las salas de dibujos. Entonces cundió ya la desesperación,
atravesando nuevas salas sin rumbo, las parejas siempre en fila, siguiendo al
señor Madinier, que se secaba la frente, fuera de sí. En menos de veinte
minutos se vieron en un salón cuadrado con vitrinas, en donde dormían los
pequeños dioses del Oriente. Pensaron que jamás saldrían de allí. Con las
piernas rotas, abandonándose, los invitados de la boda hacían una batahola
enorme”.
En una
narración exagerada, humorística, que habla de cefaleas, temblores, aburrimiento,
desesperación, cansancio extremo, turpitud. En verdad, puede haber algo de
angustioso, de inabarcable en los museos. Lo descrito deslavazadamente por Zola
se podría oponer a lo descrito por Stendhal, que tampoco fue un modelo de
precisión. Nada hay demasiado científico en todo esto.
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