6 de julio de 2014

En recuerdo de Antonio Parra Cabrera


Escribir es muchas cosas y es también, casi siempre, abreviar. En mi entrada anterior mencioné dos poetas amigos, de ámbitos diferentes: Jaime Ferrán y Antonio Parra. Jaime, con el que coincidí en un Colegio Mayor de Madrid, era una persona absolutamente entrañable. En el Colegio, todos sabíamos de memoria uno de sus poemas y cuando nos poníamos estupendos, cosa que sucedía a veces, lo recitábamos coralmente. Era de versos muy cortos y él contaba que lo había escrito durante un concierto, en Tejas, en el estrecho margen del programa: Viento / de / Tejas, / amor / en el / aire. / Jamás / podré / olvidarte. / Y dejo / mi corazón / en prenda. Lo oigo todavía con una acuidad que no tienen las voces y sonidos de ahora. No lo he olvidado; ciertas cosas no se pueden olvidar. Jaime era algo mayor que nosotros y lo admirábamos y lo queríamos. Yo tenía sólo diecisiete años y tener algo de confianza con alguien que publicaba libros y había vivido en Estados Unidos era la pura gloria. Me preguntaba, ¿cómo será, en verdad, Tejas y el viento de allí? ¿Y ese amor que habita en el aire?

Más joven aún era yo, cuando ocurrió lo que cuento en mi libro de ensayos Por si ayudaran, vol. I: “Hay un tiempo en la vida en que las impresiones se fijan de manera indeleble y única, porque el alma es entonces cavadiza y tierna, y quedan henchidas de eternidad. No hace mucho tiempo tuve el privilegio de encontrarme, de manera casual, con un querido paisano, Antonio Parra, y me parece que se quedó al borde del pasmo cuando le empecé a recitar el poema con el que ganó la flor natural en unos Juegos Florales de Úbeda, hace apenas unos cincuenta años.

La explicación es, sin embargo, sencilla. Después de haber trotado un poco por el mundo, de haber asistido a momentos de exaltación de gente muy importante, para mí la gloria sigue teniendo unas coordenadas bastante concretas. Y veo a un joven Antonio Parra, subiendo lentamente al escenario del teatro Ideal desde el patio de butacas, a los acordes de la marcha triunfal de Aída. Yo era entonces casi un niño. Todo el esplendor, toda la gloria del mundo, reventando en esa escena irrepetible. Nada la ha superado después. Por eso me acuerdo tan bien de los detalles”.

Guardo muy pocas cartas. Pero tengo la que me escribió su hijo Antonio, tres días después de la muerte del padre, en la que me contaba que este tenía mi primer libro encima de la mesa del despacho. Hay en ella un párrafo que transcribo, aunque me cuesta trabajo: “Mi padre le profesaba un afecto que se nota en las palabras que se ha cruzado con usted. Me consta del mismo modo, por los comentarios de mi madre sobre los encuentros de Alpedrete”. He decidido hacerlo por una razón: porque me sirve para proclamar que ese afecto era igualmente correspondido por mí, ni una parte de él se quedó sin la oportuna respuesta.  

No conozco su obra literaria en profundidad, pero lo que he leído siempre me pareció correcto, sincero y brillante. Y tuve la inmensa suerte de conocer a la persona. No he encontrado en este mundo nuestro mucha gente como él. Siempre estaba sonriente, incluso en medio de su grave enfermedad, siempre encontraba algo que alabar en los demás. Inspiraba una confianza que muy pocos son capaces de comunicar. Era —ya sé que esto suena a viejo y trasnochado— un auténtico caballero, un antiguo hidalgo, como aquel otro inmortal, inocente y bueno, que conocemos bien todos los que amamos las buenas letras. Pude asistir a su funeral en una iglesia céntrica de Madrid y había mucha gente. Si en Úbeda tenía grandes amigos, también supo hacérselos aquí.

¿Será cierto aquello que escribió el ingenioso dramaturgo norteamericano, Philip Barry —escribió su primer relato a los nueve años—, de que “todo lo que nos sucede después de los doce años carece de verdadera importancia”? Con las debidas cautelas, con la pertinente flexibilidad en la edad, podría tratarse de una gran verdad.

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