8 de julio de 2014

La comparación o símil en literatura


Estoy llegando a las ciento cincuenta entradas en este blog. Dado que alcancé las cien el pasado veintidós de abril, la frecuencia de estas últimas es de más de una cada dos días. Esto no me gusta, no querría convertirme en un escritor compulsivo, porque no es nada bueno. Lector, es verano, me voy ahora un tiempo a Alemania, y te voy a dar un merecido descanso.

He sido algo prolífico, porque quería escribir sobre distintos temas y ver cuáles eran más aceptados. No he logrado saberlo. Quiero que en este blog las cuestiones literarias estén presentes y hoy hablaré de una figura retórica, la comparación o símil, que relaciona ideas u objetos distintos, pero que tienen algo en común. El enlace se realiza mediante los llamados en lingüística conectores de comparación (como, cual, parecido a, etc.), lo que la diferencia de la metáfora, en la que estos no existen —decimos labios de coral, no labios “tan rojos como el coral”—. Y diré que, a mi juicio, se abusa de ella en alguna literatura moderna. Copio, verbatim et literatim, un párrafo del prefacio de Las olas, de Virginia Woolf:

“Al acercarse a la playa cada barra se alzaba, se amontonaba sobre sí misma, rompía y se deslizaba un sutil velo de agua blanca sobre la arena. La ola se detenía, y después volvía a retirarse arrastrándose, con un suspiro como el del durmiente cuyo aliento va y viene en la inconsciencia. Poco a poco, la oscura raya en el horizonte se aclaraba, como si las partículas suspendidas en una vieja botella de vino hubieran descendido al fondo, dejando verde el vidrio. También más allá se aclaraba el cielo, como si el blanco poso hubiera descendido, o como si el brazo de una mujer recostada bajo el horizonte hubiera alzado una lámpara, y planas barras blancas, verdes y amarillas se proyectaban en el cielo, como las varillas de un abanico. Entonces, la mujer alzó más la lámpara, y el aire pareció devenir fibroso y apartarse de la verde superficie, chispeante y llameando, en rojas y amarillas hebras, como el humeante fuego que ruge en una hoguera”.

En 166 palabras —las cuenta Word— hay seis como. ¿No te fatiga, lector, tanta repetición? ¿No resulta cacofónica? ¿Añade alguna belleza o sentido esa insistencia? Claro que no. Para mí, lo único que logra es desviar constantemente la atención del lector y enfarragar (no está en el DRAE) el texto. Que por otra parte, incluso sin los como, resulta bastante insulso y sin especial gracia. No tengo el original inglés y no sé si alguna culpa le cabe al traductor, pero no lo creo.

Te hablaré ahora de un famoso escritor español, cuyo nombre no voy a dar. De unas pocas páginas, tomo: Como un viajero, como si no quisiera, como para no incurrir, como la ilustración, como la que provoca, como un ala, como un río, como si nunca, como si no hubiera, como si nunca, como si aquí, como un espía, como una lámina, como en abanicos, como islas, como el brillo, como intocado, como en las últimas acuarelas, como la sombra, como si no atendiera, como la cama de hierro, como una huella, como un escenario…

Ya se comprende que la mera repetición de una determinada palabra no es el problema; he escogido la palabra ‘como’, pero hay más comparaciones que ‘comos’, porque hay otros conectores para establecerlas. A cambio, la función del ‘como’ no es siempre comparativa. No hay leyes que limiten el uso de cualquier palabra. Lo que ocurre es que esa minuciosidad narrativa es estéril y tediosa, alarga y enlentece el discurso y no es muy fértil a la hora de describir, de modelar un sentimiento o una emoción. A mucha gente no le gusta esta literatura. Aunque, en el caso del autor español, es compatible con otros párrafos espléndidos y con una trama bien construida; en definitiva, con una buena novela. No es el caso de la obra de Virginia Woolf.

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