Este blog no nació para tratar temas de
actualidad. La trascendencia de algunos problemas me obliga, a mi pesar, a
traerlos aquí y escribir esta carta.
Molt honorable
senyor Artur Mas: no, nequáquam. Ha dicho
usted que es el momento de que los catalanes muestren su fortaleza psicológica
y no me parece lo importante ahora. Lo urgente, para los catalanes y para el
resto de los españoles, es que se preocupen y luchen por labrarse una gran
fortaleza moral. Las virtudes
cardinales son cuatro, como recordará. Andan algo entreveradas y no resulta
fácil separarlas con total certeza. Fisgando un poco en viejos recursos
catequísticos, podría decirse que la fortaleza da vigor para vencer las
pasiones; la prudencia conduce a actuar de acuerdo con la verdad; la justicia
orienta hacia el bien mayor y la templanza ayuda a superar los instintos y ser
fieles al honor, la palabra y los juramentos. Eso nos hace mucha falta a todos.
Somos un pueblo difícil, señor Mas.
Soy suave en
mis calificativos. Un inteligente andaluz, rondeño, pensador y soñador, era
mucho más tajante y mordaz. Se llamaba Francisco Giner de los Ríos y usted —y
cualquiera que se preocupe en serio por España y su cultura— sabe de él. Pues,
don Francisco Giner, fundador de la famosa Institución
Libre de Enseñanza, escribió al notable historiador don Eduardo de
Hinojosa, nacido en Alhama, un pueblo granadino —acababa este de ser nombrado
gobernador, justamente de Barcelona—, y le espetó: ¿Cómo no le da a usted pena…
por esta querida horda salvaje? Se refería al pueblo español entero, no a
ninguna región particular, y al hecho de que Hinojosa abandonara sus
interesantes trabajos históricos. Eso, querida horda salvaje.
No voy a hablar
de Giner o de su maestro Sanz del Río o de tantos otros. Lo que sí le digo,
señor Mas, es que ha habido y hay bastante inteligencia en nuestra España,
incluida Cataluña, naturalmente. No somos los más sabios o geniales del mundo,
pero, juntos, contamos algo; en ciertos ámbitos de la cultura, la historia o la
navegación, hasta bastante. Cuando menciono cosas así, siempre recuerdo un
discurso de fin de año del presidente francés Georges Pompidou. Vivía yo
entonces en Suiza, en Lausanne, y lo escuché en la televisión. Era refrescante,
después de aquel singular Charles de Gaulle grandilocuente y megalómano, oír
las palabras sencillas del nuevo presidente de Francia: “Nous ne sommes pas le plus grandes, mais nous
comptons”.
Igual pasa con los españoles, creo yo sinceramente; no somos los más grandes,
pero contamos.
Por hablar de
algo concreto —y con Mario Vargas Llosa, de Arequipa, Perú, pero también
ciudadano español—, hemos tenido ocho premios Nobel; más bien en literatura,
aunque dos son de ciencias. Vicente
Aleixandre era de Sevilla; Jacinto Benavente, de Madrid; Camilo José Cela, de
Padrón; José Echegaray, de Madrid; Juan Ramón Jiménez, de Moguer; Severo Ochoa,
de Luarca y Santiago Ramón y Cajal, de Petilla de Aragón, un pueblo de un
enclave navarro en plena comunidad aragonesa.
Un político no tiene por qué ser
una persona extraordinariamente inteligente o culta, aunque eso tampoco hace
daño. Pero sí ha de ser honrado, poseedor de un alto sentido ético, moderado,
prudente y alejado de cualquier demagogia o falsedad. En los seres humanos, la
serenidad siempre es conveniente, pero mucho más en los que detentan cargos de
responsabilidad y poder, cuya imprudencia puede irrogar daños muy importantes e
irreparables. Thomas Macaulay, un poeta y político inglés del siglo XIX,
escribió que “en todos los siglos, los ejemplos más viles de la naturaleza
humana se han encontrado entre los demagogos”.
Nadie debería empeñarse en
‘sostenella’ y no ‘enmendalla’. Esa actitud en un político puede originar
calamidades sin cuento e infinitas desgracias. Usted aludió hace poco a que
estábamos abocando a una situación de “ver quien los tiene más grandes”. Fue una vulgaridad, si me permite. Y además no
se trata de eso. No se están enfrentando órganos o volúmenes, sino unos
presuntos e inconcretos derechos contra unas leyes aprobadas y ratificadas de
manera rigurosamente democrática.
La apelación constante a las
masas es muchas veces errónea y peligrosa. Los castells —yo estuve en la base de alguno cuando joven, en
Altafulla—, las cadenas humanas, con niños saltando y jugando, las proclamas
ardientes, las músicas del terruño, las historias sesgadas, todo eso no tiene
nada que ver con ningún problema real ni con su solución. Ese ambiente lúdico
lo único que logra es enmarañarlo y ocultarlo, dificultando el enfoque racional
del mismo, que debiera ser la tarea propia del político, y convirtiendo en un
juego amable e inofensivo lo que es todo menos eso.
Esta carta se ha hecho ya algo
larga. La continuaré mañana, citando a un conocido filósofo español y una de
sus obras, de plena actualidad.
(continuará)
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