He hablado ya
muchas veces de las palabras, de su poder, de la justeza y concierto con que
han de ser empleadas; hoy querría decir algo sobre los silencios. Los pensadores
jónicos sostenían que en un principio fueron el silencio y el mar. Quizá es
verdad. Con el silencio se dice mucho a quien sabe entender. Me ampararé en un
texto propio y luego contaré dos casos de prolongados y claros silencios,
henchidos de amistad o amor y soledad. Uno, poblado de voces desconocidas,
salvadoras. Otro, continuado, hasta que pudieron nacer las necesarias y
pertinentes palabras.
Tomo el texto
de mi novela Las increíbles vidas de
Roberto Milfuegos: Cuando Roberto salió, los dos hombres permanecieron en silencio
algunos minutos. Se conocían desde hacía tanto tiempo, se habían visto tantas
veces, se habían contado tantas cosas que en ocasiones, estando juntos, se
refugiaban en sus pensamientos, como si estuviesen solos. La naturaleza es
sabia y encuentra la ocasión de derramar el más preciado de los bálsamos, el
silencio, entre los seres humanos, cuando es la mejor alternativa. El médico
solía decir que uno de sus dioses preferidos era Harpócrates, al que los
griegos tuvieron como el dios del silencio. Hay, además, muchas clases de
silencios y ser un buen connaisseur de silencios constituye uno de los más
altos grados de la sabiduría humana. Porque el silencio es un producto de la
cultura, como la soledad.
En el primero de los dos casos de silencio, el
protagonista fue un poeta español, Pedro Garfias, que tras nuestra guerra civil
vivió parte de su destierro en un perdido castillo de Escocia. Siempre solo,
iba cada día a la taberna para tomar calladamente una cerveza, porque no
hablaba ni una palabra de inglés. Una noche el tabernero le rogó que se quedase
y bebieron en silencio junto al fuego. Este sencillo recogimiento se convirtió
en un rito. Poco a poco sus lenguas se desataron y surgieron las palabras.
Garfias contaba la guerra de España, con sus terribles recuerdos, y el tabernero
le escuchaba en silencio. Luego el escocés contaba sus desventuras, la historia
de la mujer que lo abandonó y las hazañas de sus hijos, combatientes en otra
guerra, que estaban vestidos de militares en las fotos sobre la chimenea. Ni Garfias ni el tabernero entendieron jamás
una sola palabra del otro. Sin embargo, la amistad de los dos se fue
acrecentando y verse cada noche y hablarse hasta casi el amanecer se hizo una
necesidad. Cuando Garfias se fue a Méjico se abrazaron y lloraron. Pedro
confesó después que, cuando escuchaba a su amigo, siempre tuvo la sensación de
que lo comprendía. Y lo mismo podría decir, con toda seguridad, el escocés de
esta historia.
El segundo caso
lo resumo de un excelente relato, El pequeño Heidelberg, de Isabel Allende: “Un capitán de
barco, elegante y extraño, llegó una vez a cierto lugar y pasó allí cuarenta
años, bailando todos los sábados, en un sencillo salón de baile, con Niña
Eloísa, una dama local, diminuta, blanda y suave, sin que se cruzaran una sola
palabra en algún idioma conocido. Hasta que un día llegó una pareja de
extranjeros y el capitán oyó que hablaban su idioma, las palabras de su niñez,
que no había oído durante tantos años. Se dirigió a ellos y les pidió con
premura algo. Los extranjeros tradujeron su recado en un pasable inglés, que el
dueño del local repitió en español a la frágil anciana: Niña Eloísa, pregunta
el capitán que si quiere casarse con él. ¿No es un poco precipitado?, musitó
ella. El capitán, explicaron los extranjeros, dice que ha esperado cuarenta
años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo
alguien que hable su idioma. Dice que, por favor, le conteste ahora”.
El capitán
pensó, sin duda, que no podía declararse a nadie, si no era en su idioma
materno, aunque fuera a través de intérpretes, y esperó pacientemente la
ocasión. Luego no quiso perder la oportunidad, cuando al fin se presentó.
Lógico, ¿no?
Lector, te he
mostrado tres ejemplos, de irrealidad progresiva, de mundos en los que habitaba
el silencio. Mundos tiernos, teñidos de soledad, candor e inocencia. Mundos que
quizá no todos hayan existido en realidad. Pero, ¿a quién le importa eso? A mí, no. ¿Te importa a ti?
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