¡Qué alegría, escribir
de lo que a uno le gusta, sin atender a cualquier actualidad estúpida! Me
referiré hoy, con cariño y nostalgia, por lo de las novatadas en los colegios
universitarios al comenzar el curso, ahora en otoño, a cosas de mi pasado, de
un mundo que ya se fue, que desapareció. Todos tenemos un mundo así, el de cada
uno, que no pudo aguantar el soplo poderoso y ciego del tiempo.
Hablar de uno
mismo tiene varias exigencias. La primera, la más importante, la de ser veraz. Consideraría
una hecatombe moral el distorsionar, el embellecer espuriamente el pasado y
transmitir una idea falsa y edulcorada de la propia historia. Sólo un vanidoso
y tonto e inmoral puede hacer algo así. En la vida de cualquiera ha habido episodios
poco honrosos, que no querríamos que fueran conocidos. Con no contarlos basta.
Pero tergiversarlos, suplantarlos, eso jamás; eso me repugna. Y conviene contar
lo que sea, sin tomarse demasiado en serio, tratando de unir el humor a lo que
se vaya desvelando. Por último, hablar de uno, sólo un poquito.
Conté cosas de
Amsterdam hace poco. Pero no dije nada de mi llegada a un concierto allí,
aupado en la bicicleta de una amsterdanesa joven y bastante guapa —no viaja uno
de París a Amsterdam por una cualquiera—. La conocí, con otra amiga suya,
cuando hacían autostop. Iba yo con mi R-8 (un antiguo coche Renault, para los
que tenga pocos años) a París y las subí. Yo tenía poco menos de treinta años,
no era exactamente un muchachito. Al terminar mi estancia en París, salí
disparado para Holanda, avisando previamente. A esa edad, qué cordura se puede
exigir. En cualquier caso, yo no la tenía, no la había reunido aún.
Llegué a la
casa en que vivía sola la chica y no recuerdo siquiera si dormí allí. Sí
recuerdo perfectamente que había comprado entradas para un concierto y me llevó
en el asiento de atrás de su bicicleta. Y recuerdo muy bien que tenía en gato y
que todas sus caricias fueron para él —un gato odioso, naturalmente— y que a mí
me olvidó, me postergó injustamente. Fue educada y hospitalaria, pero nada más.
Mi cerebro se ha vengado de tanto desafuero, olvidando su nombre y sus
facciones. Sólo recuerdo mi llegada al centro de la ciudad a lomos de esta
holandesa, fuerte, hábil con la bicicleta y amante suprema de gatos.
Cuando hablé ayer
de mi conocido, el de la Paulina, no me extendí en ciertas consideraciones
pertinentes, de índole moral. Ya dije que su esposa era muy bella; el personaje
de un relato mío, Kitza, que murió en un accidente de coche, está inspirado en
ella. La real, era bastante mal bicho, para entendernos. Si hubiera tenido un
accidente, seguramente le habría pasado lo que a aquel conde francés que
se cayó con su caballo por un terraplén y recibió cientos de llamadas interesándose
por el caballo. Era guapa pero perversa, que no tiene nada que ver una cosa con
la otra.
No habría
metido yo esa mujer en mi vida por nada del mundo. Ahora bien, lo de
acompañarla un buen fin de semana en un lugar tranquilo es muy distinto. Y mi
pregunta es la siguiente: ¿Hubiera sido eso pecado? Porque yo no deseaba a esa
mujer del prójimo de ninguna manera, sólo tenerla para un ratito libre.
Los diez
mandamientos vienen explicitados en el Pentateuco,
en Éxodo 20:2-17 y en Deuteronomio 5:6-21. En ambos, se dice
claramente: no codiciarás la mujer de tu prójimo […], ni su siervo, ni su
sierva. Pero no se habla de un préstamo temporal, discreto. Sí extiende la
prohibición a los siervos; o sea que de la Paulina, la criada, a olvidarse. Se
habla también del adulterio, pero no se veda nada a un hombre y mujer libres.
Lo tengo que charlar con mi párroco; no quiero que me acusen de corruptor de
los mayores que me lean. Los jóvenes
están ya suficientemente corrompidos en esto.
Quería comentar
lo de las novatadas y me alargué demasiado. Son tan distintas de las de mi época, que por eso hablo del tiempo que se fue. Lo contaré todo en mi próxima
entrada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario