Mi
entrada de ayer, Un mundo que se fue,
se entenderá mejor hoy. Escribí influido por la noticia de una iniciativa
consensuada en el Senado para prohibir las novatadas universitarias. En la
actualidad, suponen, con cierta frecuencia, tratos vejatorios, humillaciones,
amenazas o maltratos. En nada se parecen a las de mis tiempos, a las de ese
mundo que desapareció. Contaré algunas.
Relatar algo
que a uno le hace gracia, porque lo vivió y conoció las circunstancias,
comporta el riesgo de errar en la apreciación y aburrir. Espero que no
sea este el caso. Lo hago para que quede constancia de una manera de vivir, de
entender la vida, que, desgraciadamente, cambió. Alguien dijo que cuando se
muere un viejo es como si se quemara una biblioteca, por la información que se
pierde. Yo querría ahora dejar testimonio de algunas novatadas de las que fui
testigo en mi juventud.
En mi Colegio
Mayor las mesas del comedor eran de seis. La sirvienta ponía lo que fuera en el
centro de la mesa y cada uno cogía la sexta parte. A veces alguien calculaba
mal y tomaba de más, lo que originaba leves protestas. Un amigo mío decía:
¡Coño, pero si es muy fácil! Se divide por seis, se coge un poco más y ya está. Un
poco más, ese era el secreto, no mucho más. Como en la vida, quizá.
En una de las
bromas a los novatos, los recién llegados, nos sentábamos a la mesa, con él,
cinco veteranos, uno de los cuales se había lavado escrupulosamente las manos y
se ofrecía a repartir, por ejemplo, los filetes con salsa que estaban en la
bandeja central. ¿Quieres salsa, nos preguntaba, a los otros veteranos primero?
Decíamos que sí, y con la mano echaba la salsa sobre nuestro plato. Al novato
se le preguntaba lo mismo y solía decir que no, que no quería salsa. Entonces
el oficiante cogía el filete y con las dos manos lo escurría muy bien para
quitarle la salsa. El novato, resignado, comía su porción, espantado sin duda
por nuestros curiosos hábitos.
Otra broma, más
ingeniosa, era como sigue. Llegaba el novato por primera vez a su habitación,
abría su maleta y ordenaba y distribuía sus cosas. Cuando veíamos que bajaba a
cenar, nos reuníamos allí unos veteranos, escondíamos cuidadosamente todo en el
armario y nos poníamos a hacer algo. Volvía el novato, abría la puerta y se
excusaba por haberse confundido de habitación. Cuando no encontraba su
habitación por ninguna parte, su perplejidad iba en aumento. Hasta que le
informábamos del asunto, siempre entre risas. Y ya quedaba insertado en el
grupo, en el Colegio.
Otra, algo más
macabra. El novato iba a cenar y le acompañábamos unos veteranos. Mientras, uno
de nosotros se colocaba en su armario, aparentemente colgado de una cuerda en
la barra para las perchas, como si se hubiera ahorcado. Volvíamos juntos, con
algún pretexto, a la habitación y en el momento oportuno alguien abría el
armario ante la vista del novato y aparecía el cadáver. El susto solía ser
mayúsculo.
Menos
elaborada, la broma más extendida era algún tipo de relato que permitiera la
exageración progresiva. Los veteranos hablaban entre sí de las portentosas facultades
de alguien, en cualquier actividad, mientras el novato atendía a la
conversación. ¡Cómo comía Fulano!, decía un colegial viejo, por ejemplo. Se
comió una vez un pollo en una sentada, en un momento. Yo le he visto, añadía
otro, comerse dos pollos en quince minutos. Eso no es nada. Yo le vi… Y así
hasta que el novato se daba cuenta de que todo era mentira, de que le estaban
tomando el pelo. Unos tardaban más y otros menos en descubrir el engaño.
Teníamos así una idea de su candidez, de su credulidad.
Nunca vi otras
violencias ni humillaciones. Entonces éramos así. No éramos santos, pero no
éramos agresivos, con las naturales excepciones. Era un mundo más tranquilo,
más sosegado, más respetuoso, más ordenado. Teníamos que esforzarnos con ahínco
para conseguir las cosas. No nos habían atiborrado de regalos, de caprichos. Un
mundo que se fue. Espero no haber escrito bajo los efectos turbadores de la
catatimia. De ese palabro, de la catatimia, hablaré el próximo día.
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