Hay muchas
clases de palabras. Hay incluso las que no significan nada y fueron creadas por
el puro placer de pronunciarlas, de que nos rozaran los labios. No son tan
raras. La palabra ‘matarile’, por ejemplo, la conocemos todos, porque habita en
una canción infantil. ¿La cantarán todavía los niños? Lo que mucha gente quizá
no sepa es que se trata de una jitanjáfora. Son palabras, a veces muy antiguas,
que tienen cierta musicalidad, que gusta oírlas. En un poema de Lope de Vega
las podemos encontrar: A la dana, dina, /
señora divina; / a la dina dana, / reina soberana.
La historia más
reciente de estas palabras hueras, sin sentido, arranca con un poeta cubano,
Mariano Brull (1891-1956) y un poema suyo que dice así: filiflama alabe cundre / ala olalúnea alífera / alveola jitanjáfora /
irir salumba salífera. Del tercer verso tomó la palabra el gran escritor
mejicano Alfonso Reyes, que estudió el género en un ensayo de su libro La
experiencia literaria, de 1942,
y lo definió como “poemas y fórmulas verbales en que predominan los valores
acústicos y alógicos del lenguaje; canciones que no se dirigen a la razón,
sino, más bien, a la sensación y a la fantasía”.
Unas pocas
palabras ya pueden formar una lengua. En una novela de las que hay que leer, La vida, instrucciones de uso, del
francés Georges Perec (1936-1982), se menciona la tribu de los orang-kubus, cuyo vocabulario era de
unas decenas de palabras y quizá lo empobrecían poco a poco, como los papúes, cuando
ocurría una nueva muerte en el poblado, por lo que una misma palabra designaba
cada vez más objetos. Siglos antes, un hada enseñó a una doncella el lenguaje
de los mirlos, para que entendiera el mensaje que uno de estos pájaros le traía
de un doncel de Valence, donde acababan de inventar el amor. Este lenguaje
tiene siete palabras, las siete hermosas y perfectas como la rosa. Un geógrafo
europeo aprendió una lengua africana, que tenía una sola palabra, nakarna, con la cual se expresaba todo,
según el tono y la inflexión. Viajó hasta el país en que se hablaba y cuando
llegó, comprobó que la habían abandonado, por monótona.
Termino ya.
Todas estas citas, quizá excesivas, proceden siempre de mis lecturas y de mis
notas. Me llaman la atención y las conservo. Luego son muy fáciles de hallar,
gracias a las herramientas de búsqueda de los modernos procesadores de texto.
Muchas veces pienso, ¡cuánto más podrían haber escrito los autores antiguos, los
clásicos, si hubieran contado con la ayuda de estos medios portentosos!
Ahora
viene el cuento que prometí, que previene sobre el peligro de hablar:
Un
pescador se encontró en la playa un cráneo ya pulido por el paso del tiempo, un
cráneo viejo. Este pescador era preguntón y palabrón (ver DRAE) y se interrogó
a sí mismo, en voz alta: ¿Qué maldad lo habrá traído hasta aquí, hasta esta
playa desierta? En ese momento, la mandíbula del cráneo se movió un poco y se
oyó una voz que contestó: La palabra.
El
pescador quedó asombrado y corrió enseguida hasta su pueblo. Y se llegó hasta
el rey y le contó lo ocurrido. El rey se extrañó mucho y pensó que el hombre
había bebido o que una caña de bambú le había golpeado la cabeza. Muy
seriamente, le dijo: Te lo advierto, si me has contado una mentira, despídete
de tu cabeza.
El
pescador insistió en la verdad de su historia e hizo que el rey y toda su corte
se encaminaran hacia la playa. Se acercó de nuevo al cráneo y le preguntó,
directamente, que por qué estaba allí. Esta vez el cráneo no contestó, se negó
a hablar, a pesar de los ruegos y súplicas del pobre pescador.
Entonces
el rey, que era un rey irritable, como lo son muchos poderosos, y había
prometido castigar al pescador si había mentido, sacó su sable y le cortó la
cabeza de un solo tajo. Seguido de sus cortesanos, se volvió otra vez al
pueblo.
Cuando
todos hubieron marchado, fue el cráneo el que preguntó a la cabeza recién
cortada, que había caído junto a él en la arena: ¿Qué es lo que te ha traído a
ti aquí?
La
palabra, contestó la cabeza.
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