13 de octubre de 2014

Más sobre las palabras


Lector amigo, he hablado mucho de las palabras. En la viñeta que acompaña a cada una de mis entradas, figura el resumen de un breve relato de Goethe, de sus tiempos de estudiante en Strasbourg, refiriéndose a ellas: ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó el rey. La palabra, respondió la serpiente.

Pero todo tiene su justa medida y no hay que excederse. En el Gorgias platónico, el protagonista se gloria: “Una de las cosas de que me lisonjeo es de que nadie dirá las mismas cosas que yo con menos palabras”. A veces hablamos demasiado y caemos en la filatería. Nuestro diccionario de la RAE tiene dos acepciones para ese término. Es la palabrería que emplean los embaucadores para engañar. Pero es también, simplemente, la demasía de palabras para explicar algo. Y yo digo que en este blog podré haber sido filatero en ese segundo sentido, pero jamás en el primero. Quizá hablé más de lo necesario en alguna ocasión, quizá he sido palabrero, pero jamás traté de engañar. Si engañé, es que me había engañado yo antes.

Las palabras pueden también causar grandes daños, incluso a nosotros mismos. El mahatma Gandhi escribió que el hombre puede arruinar las cosas más con sus palabras que con su silencio. Insertaré luego un cuento terrible del folklore africano, que ilustra muy bien lo peligrosa que puede ser la palabra. En El  siglo de las luces, de Alejo Carpentier, un personaje llamado Esteban dice: “Cuidémonos de las palabras hermosas, de los Mundos Mejores creados por las palabras”. Y muchas veces pueden ser innecesarias, inapropiadas. Octavio Augusto, como se lee en el capítulo sexto del libro segundo de Gargantúa y Pantagruel, pensaba que hemos de eludir las palabras absurdas como los patronos de las naves eluden los escollos del mar.

Sin embargo, Torrente Ballester en La isla de los jacintos en flor, escribe: ¡Todo lo importante del mundo se resume en palabras, abren o cierran, atan o libran! Y cuando Guntrid Gunnarson, de la guardia varega del emperador de Constantinopla, contaba su visita a Belén, “las palabras de su boca se hacían luminosas en el aire, y todos veían, si era de noche, como si fuese mediodía”. Por entonces, la nave que traía rescatados a los doce sobrinos del rey Olaf habló y dijo que quería que su madera sirviera para el ataúd del rey. Sí, las naves pueden hablar. ¿Y dónde se cuentan todos estos milagros, estas maravillas? Pues estas y otras muchas están en Fábulas y leyendas del mar, de Álvaro Cunqueiro. Lector, ¿todavía lees otras cosas? ¡Hombre, después de doscientas entradas de este blog!

Las palabras resumen a veces los recuerdos. Leo que una refinada hetaira, que ensayaba las tristezas ante un espejo, cuando ejerciendo su oficio se acostaba con un cliente, se ponía algodones en los oídos y se recitaba a sí misma las antiguas palabras de un amante que tuvo. Es que en las palabras cuenta mucho quien te las dice o a quién van dirigidas. Si las palabras no se las dices a alguien son nada, ruidos, garabatos.

¿Hay algo más poderoso que las palabras? No lo sé ya, lector, que todo es muy complejo. En el célebre relato El hombre de arena, de Hoffmann, un joven estudiante, Nathanaël, se enamora locamente de Olimpia, la muñeca creada por Spalanzani, que no era capaz de hablar. Pero el enamorado razonaba: ¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?

Las palabras han de ser también cuidadas, mimadas. El nombre de Dios, uno de sus infinitos nombres, estaba formado, en hebreo antiguo, en el que no se escribían las vocales, por cuatro consonantes, YHVH, el Tetragrámaton. No se escribían, pero se pronunciaban, naturalmente. A partir del tiempo en que los sacerdotes prohibieron proferir el nombre de Dios, lo que parece que ya ocurrió en los tiempos de la esclavitud en Babilonia, se olvidaron esas vocales y se interpretó el nombre de diversas formas. Yahveh es sólo una de las variantes que se han propuesto. La ambigüedad deriva, no de la dificultad normal de la transliteración, sino de no conocer las vocales originales. En fin, que las palabras han de ser usadas, gastadas, para evitar que se olviden.
(continuará)

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