Palabras clave (key words): Robinson, amor
al pasado, García Márquez, Leopardi
Ya dije, hablando de las pequeñas frases felices, que
mencionaría a una escritora inglesa del XIX, Agnes Mary Frances Robinson. Cito
unos versos de su obra An Italian Garden,
de 1886, tal vez la cumbre de su producción poética: “In warm or wintry weather / the
Siren loves the sea, but I the Past; / upon my rock I sing alone, alone”. Me interesa sólo el segundo verso: la sirena ama el
mar, pero yo el Pasado. Encontré la referencia en un escritor francés de ese
siglo, Paul Bourget, de la Académie Française, que empezó a estudiar Medicina y
la abandonó para dedicarse a las Letras.
Robinson fue una autora famosa, aunque ahora casi nadie
la recuerde. Un crítico de la época escribió de ella: “Perhaps no living English poet,
after Swinburne, is nearly so well known abroad”
(Quizá ningún poeta inglés, desde Swinburne, es tan bien conocido en el
extranjero). Así es de fugaz la gloria literaria, como tantas otras famas.
Traigo la cita aquí, porque yo también amo el pasado, con algo de
apasionamiento.
El amor al ayer, que en casos excesivos puede constituir
una patología, no es nada inusual o extraordinario. Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, dice que
“sólo lo pasado es hermoso” y Anatole France, en La azucena roja, afirma que “el pasado es la única realidad humana.
Todo lo que es, es pasado”. Sin entrar en profundos análisis sobre esa realidad
y su relevancia vital, es verdad que, cuando se escribe desde cierta edad,
muchas veces se abre sin querer la flor nostálgica del pasado, de lo que fue y
ya no existe. Hasta las personas más activas, que viven con intensidad su
presente, se encaran a veces con los tiempos viejos, se refieren a ellos con
frecuencia y se instalan en los recuerdos.
Todo tiene su justa medida; refugiarse en los dulces
vestigios de los tiempos idos puede hasta malograr el presente. Pero también
puede hacerlo renovado y espléndido. Gabriel García Márquez, en esa obra
cenital que es El amor en los tiempos del
cólera, cuenta que Fermina Daza, cuando después de casi toda una vida
encuentra de nuevo a Florentino Ariza, su eterno enamorado, “sintió pasar el
ángel quimérico del pasado, y trató de eludirlo”. “Porque todo ha cambiado en
el mundo”, se justificó. A lo que Ariza contestó, tajantemente: “Yo no”. Al
final, el nunca soterrado amor triunfa. Una de las muchas claves de la novela
es la coexistencia de personas para las que el pasado se desvaneció para
siempre, y otras que lo creen capaz de renacer, de volver ubérrimo.
Cuando el futuro se presenta limitado y nos coge ya
cansados, encuentro razonable que uno torne su vista a los bellos momentos del
ayer. Ese terrible y lúcido pesimista que fue Giacomo Leopardi los interpela
muy directamente, en Le ricordanze: Chi rimembrar vi può senza sospiri, / o
primo entrar di giovinezza, o giorni vezzosi, inenarrabili… (Quién os puede
recordar sin suspiros, oh, primera entrada en la juventud, oh, días
encantadores, inefables...).
Algo parecido podría escribir yo. Me ocurre que, al rememorar
mi vida, siento un cierto rubor, porque ha sido relativamente amable conmigo,
cuando es despiadada para mucha gente. Y eso no me parece justo. Pienso que no
he hecho nada especialmente meritorio para haber disfrutado de esa ventaja.
Salvo quizá ser poco ambicioso. A Nietzsche le parecía bien la gente así y esto me
consuela. En el prólogo de Así hablaba
Zaratustra, escribe: Ich liebe Den,
welcher sich schämt, wenn der Würfel zu
seinem Glücke fällt (amo al que se avergüenza si el dado cae a su favor).
Lector, el dado
cae a favor o en contra por puro azar; las tiradas son sucesos perfectamente estocásticos.
Pero la vida no es un juego de dados y hay en ella demasiadas trampas.
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