Palabras clave (key words): Medicina Nuclear, Adrian
Kantrowitz, failed heart transplant.
Seymour M. Glick, uno de los primeros colaboradores de
Berson y Yalow, trabajaba sobre hormona de crecimiento, oxitocina, etc. en el
Maimonides Medical Center, Servicios de Coney Island Hospital. Resultó que el
laboratorio de RIA formaba parte del departamento de Medicina, del que Glick
era el Jefe, y yo llegué adscrito al de Medicina Nuclear. Pero también allí se
hacían cosas nuevas, con las gamma
cameras, que empezaban entonces para los estudios de imagen, investigaciones
sobre la cinética de diversos procesos biológicos, etc. Y empezamos a buscar
oro en la sangre —quiero decir que tratábamos de medir su concentración en
pacientes de artritis reumatoide tratados con sales de oro— mediante una
técnica de nombre arcano y magnífico, X-ray
fluorescence, que demandaba aparatos que no existían en ningún hospital,
pero sí en una gran empresa con la que colaborábamos.
La cooperación con
el núcleo central del Maimonides era intensa y a veces trasladábamos alguna ‘vaca’
—todos llamaban así, moly cow, a los
generadores de 99mTecnecio a partir del 99molibdeno—, y lo
hacíamos en una ambulancia, con la sirena funcionando sin necesidad. Yo, nacido en una pequeña ciudad andaluza, no acababa
de creerme que anduviera en estos trajines en la que era entonces, sin duda, la capital
del mundo. La vaca se ‘ordeñaba’, haciendo una elución (ordeño) para obtener el
99mTecnecio.
El verde de indocianina era una buena sustancia para
estudiar el funcionamiento hepático, pero resultaba demasiado cara. Llegó
entonces al hospital un químico lleno de ilusiones, que podía producirla a bajo
coste. “El procedimiento es algo explosivo, pero lo vamos a lograr”, decía
divertido. Se formó en mí, ya para siempre, una idea del espíritu pionero y
arriesgado de ciertos científicos, una imagen confiada y risueña de lo que
podía ser la investigación, un sentimiento fáustico de que todo era posible, la
optimista convicción de que el mundo era inmenso y ubérrimo, la vida casi eterna
y había tiempo para todo. Sí, eso era lo que pensaba. Me pareció interesante
conocer esa especialidad naciente, la Medicina Nuclear; de hecho, proseguí con ella luego en Suiza.
El mundo me parecía recién estrenado. Yo y todos mis amigos
éramos jóvenes y en aquel orbe íntimo nunca tuve que asistir a un funeral; no
existía la muerte. Sí apareció en la lejana España, hurgó con sus descarnados
dedos los pulmones de mi padre y creció allí un tumor maligno, un cáncer ya intratable. Entendí por
fin que el mundo no era un paraíso y que había que volver a la vieja tierra.
Pero eso fue al final, el ensueño americano duró unos años.
Ya dije que en el Maimonides estaba Adrian Kantrowitz, el
cirujano que hizo el segundo trasplante de corazón del mundo y pudo haber hecho
el primero. En efecto, en mayo de 1966, dieciocho meses antes de la hazaña de
Barnard, nació en ese hospital un niño con graves malformaciones cardíacas
congénitas. Un mes después, en junio, se encontró en Oregon un donante
apropiado, un niño anencefálico (sin cerebro), que fue trasladado en avión hasta Nueva York,
y los dos niños fueron preparados para la cirugía. Según las normas de entonces
hubo que esperar hasta que el corazón del donante dejara de latir, no bastaba
el criterio de ‘muerte cerebral’, y cuando el corazón paró, los cirujanos
comprobaron que estaba deteriorado y el trasplante y no se realizó.
Dejo una foto, tomada de la colección Profiles in Science, de la National Library of Medicine, para que
se tenga una idea del tamaño del corazón de un niño de días; es como una
castaña. En otra entrada contaré más sobre el primer trasplante de Kantrowitz y
sus inventos en el campo de la cardiocirugía.
Volviendo a Solomon Berson, precisamente hoy, 22 de
abril, habría cumplido 97 años, una edad no imposible. Murió con sólo 53. La
Muerte se equivoca a menudo.
(continuará)
Corazón del donante, un niño de días
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