Terminé
mi anterior entrada ensalzando la maravilla de esas alrededor de ochenta y
cinco mil millones de neuronas que integran el cerebro humano y le permiten
percibir el esplendor y hermosura no sólo del mundo de Dios, sino de las obras
de los propios hombres —no escribo “y mujeres”, porque para cualquiera con dos
dedos de frente la aclaración es innecesaria; cada vez que oigo en un mitin “ciudadanos
y ciudadanas” me da un soponcio—. Y también indagar y conjeturar la estructura del
Cosmos, mediante el poder del pensamiento científico, creando otros universos abstractos
de sobrecogedora grandeza y armonía. Pensando en esas capacidades, conviene recordar
que, por lo que se refiere a la Matemática, muchos de los profesionales que la
estudian confiesan que el principal criterio para valorarla y amarla, en muchas
de sus áreas, no es otro que la pura belleza formal, sin que ello conduzca a consecuencias
prácticas inmediatas.
Aunque
existen dominios de la misma que se prestan a tales aplicaciones. No es fácil diferenciar
a priori en esta ciencia qué tareas pueden
ser útiles en el manejo de la realidad. La historia de la Matemática está llena
de ejemplos en los que se emprendió una investigación en un campo concreto, por
un interés meramente teórico, y luego
resultó con aplicaciones prácticas. Como sucedió con la geometría no euclidiana
de Gauss, Bolyai y Lobachevsky —en ella se da la paradoja de triángulos cuyos
ángulos no suman exactamente 180º—, que luego sirvió de base para la geometría
de Riemann, necesaria a su vez para que Einstein elaborara su teoría general de
la relatividad.
Para
ilustrar con un ejemplo el método clásico de trabajo en las matemáticas, me
referiré a un tema que ha suscitado una antigua atención en la historia de esta
materia: los números primos. Euclides de Alejandría (325 – 265 a. C.) los
definió y ya pensó que había infinitos. Recordaré que número primo es aquel que
sólo es divisible por sí mismo y por la unidad: 2, 3, 5, 7 lo son; 9 ya no lo
es, porque es divisible por 3. Ningún número par es primo, por definición,
excepto el 2. Intuitivamente, uno piensa que a medida que un número sea más
grande resultará más probable que tenga algún divisor ‘no permitido’ y por lo
tanto no sea primo. En efecto, entre los cien primeros números hay 25 primos;
entre los mil primeros la proporción es menor, sólo 168, etc. Sin embargo, incluso
entre números enormes hay primos. Y no sólo eso, por grande que sea un número primo,
siempre habrá otro más grande. Esto no es tan fácil de concebir y, sobre todo, de
demostrar. ¿Cómo se demuestra la ‘primalidad’, la condición de primo?
Siglos
antes de nuestra era, sabios chinos, de la corte del Emperador, habían esbozado
la llamada “hipótesis china”, que postulaba que un número, n, es primo si, y
sólo si, (2n - 2) es divisible por n, siendo n un entero superior a
uno. Esto luego se demostró que era falso, ya que, por ejemplo, (2341
–2) es divisible por 341 y, sin embargo, 341 no es primo, ya que es igual a 11*31
(* indica multiplicación). Este fallo, dado que estos sabios cuidaban la salud
del emperador y le auguraban una larga vida, enfureció a éste, quien ordenó que,
de momento, les cortaran las cabezas.
Se han
descrito otras muchas fórmulas para descubrir números primos, que no mencionaré
aquí. Un tipo especial de primos son los llamados de Mersenne, en memoria del monje teólogo, filósofo y matemático
francés Marin Mersenne (1588-1648), quien en su Cognitata
Physico-Mathematica escribió una serie de postulados sobre ellos, que sólo
pudo refinarse tres siglos después. Los cuatro más pequeños eran ya
conocidos por los matemáticos griegos. De ellos hablaré en mi próxima entrada.
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