En mi entrada
anterior contaba cómo la lectura de un artículo de un periodista, loando con
toda razón la importancia de los estudios, y la mentalidad, de Letras para la
comprensión del mundo, me ha inducido a escribir unas entradas sobre el también
laudable y poderoso espíritu científico. Llueve un poco sobre mojado. En un
libro mío, El error en las pruebas de
diagnóstico clínico, me quejaba ya de cierta actitud un poco displicente
que algunas personas adoptan frente a la Matemática, declarándose sin ningún
reparo ignorantes, infradotados u olvidadizos en asuntos de números. No es tan
frecuente, en cambio, que la gente se reconozca incapaz de sentir y gozar la
poesía o la literatura, o lego total e irredimible en lo tocante a Shakespeare
y su obra, por poner un ejemplo. Se tiene un cierto pudor para admitir esta
limitación, mientras se confiesa sin empacho que lo de las matemáticas no se
nos da bien, no es lo nuestro.
Sin embargo, el
hombre es, inevitablemente, un homo
matemáticus; como también es, claro, homo
técnicus, homo fáber, homo séntiens, etc. No hay, no puede haber, una
incapacidad invencible para la matemática, aunque incluso gente con muy amplia
formación universitaria, bromee un tanto al respecto. Resulta, además, que
vivimos rodeados de números: las direcciones, los teléfonos, los adeudos
bancarios, los documentos, los pesos, las medidas, las declaraciones a
Hacienda... Por encima de su utilidad, la Matemática es la ciencia de la
exactitud, de la perfección, de la certidumbre. Las ciencias llamadas exactas
han tenido tal éxito en la interpretación y control de la naturaleza, que se ha
pretendido emplearlas en ámbitos en los que no está garantizada su pertinencia.
Por ello, científicos eminentes, como Gregory J. Chaitin, hablan sin rubor de
la necesidad de reconocer ciertos límites en su aplicación.
El carácter abstracto
de la matemática demanda, para la comprensión de sus conceptos y axiomas, un
desarrollo intelectual y cultural, impensable fuera de la especie humana.
Algunos animales tienen un cierto sentido
del número —no me puedo detener en esto—, pero la abstracción, el paso
crucial por el que se descubre que dos piedras y dos caballos representan la
concreción, en ambos casos, del número dos, de una “dualidad”, exige un
desarrollo cerebral que sólo es hallable en el hombre. El ser humano ha
procedido de lo concreto a lo abstracto. En ciertas culturas primitivas, por
ejemplo, existen las palabras para designar todos los colores del arco iris,
pero falta la palabra para designar el color, el color sin más, la calidad
abstracta del color.
Igual ocurre en el
caso de los números; en estadios muy tempranos de la evolución existen las
palabras para los números más sencillos, pero no está presente la que
designaría a cualquier número, el concepto de número. En estadios superiores se
desarrolla esta capacidad de abstraer y se llega así a la matemática, que es un
proceso en dos etapas. Los matemáticos no se ocupan del mundo directamente,
sino que crean un modelo del mismo y este es el que estudian. No sólo los
matemáticos de profesión: hacia los cuatro o cinco años, un niño para la
operación de sumar no toma conjuntos separados de objetos y los reúne y los
cuenta después, sino que usa abstracciones, utiliza un modelo, que ya le acompañará el resto de su vida: el conjunto de los
números enteros positivos, 1, 2, 3, 4… Sobre la importancia de esa habilidad,
de esa conducta, las inmensas posibilidades que abre para el desarrollo de
nuestra inteligencia y nuestra capacidad de conocer el mundo, sobre esa
maravilla del intelecto humano hablaré un poco más. Pero adelanto ya una
conclusión: no hay Letras o Ciencias, hay Letras y Ciencias. Tenemos una mente
así de espléndida, con algo menos de cien mil millones de neuronas, que sirven para
las dos cosas, para todo.
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