En mi anterior
entrada, dedicada a Charles Howard Hinton, adelantaba el título de la presente,
Serendipity, término inglés que se
refiere al descubrimiento casual de algo sin pretenderlo, sin buscarlo. Pues, el
azar —tantas veces el azar— hace que hoy, 28 de enero, se cumplan exactamente 260
años de la acuñación del vocablo por Horacio Walpole, en una carta a Horacio
Mann, en 1754. Y de otro Horacio, Quinto
Horacio Flaco, hablaré para justificar lo de serendipity. Porque,
indagando lo del ‘pasado modificable’ de Hinton, había llegado yo, sin
proponérmelo, al ‘pasado inmodificable’, a la aserción del poeta latino de que
el pasado es inmutable, inalterable. Como si dijéramos, que no hay Dios que lo
modifique.
Yo había
escrito en esa entrada que “para Dios
no existe el azar, todo es presente, y sabe lo que va a ocurrir en el futuro o
lo que ocurrió en el pasado”. Horacio, en la oda XXIX del libro III,
dedicada a Mecenas, hace ver que, sin
embargo, no puede alterar el pasado. Copio aquí lo pertinente: Sólo vive feliz y dueño de sí aquel que
puede decir cada día: ‘He vivido’. Mañana, ya cubra Júpiter el cielo de negros
nubarrones, ya brille el sol resplandeciente, no conseguirá que lo pasado no
haya pasado, ni borrar ni destruir lo que trajo una vez el curso fugitivo de
las horas. O sea que, incluso para un Dios hay cosas imposibles. Resumiendo
mucho, aquello que cita Borges de Hinton sobre el pasado modificable, no es
posible, no puede ser.
Ocurre, no
obstante, que hay diversas maneras de mirar al pasado. Volviendo a Borges, en
su trabajo Kafka y sus precursores,
incluido en Otras inquisiciones
(1952), asegura que cada escritor crea sus precursores. Su labor “modifica
nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. Contemplado
desde esta ángulo, sí se puede considerar que el pasado, nuestra idea del
pasado, cambia. Y entonces quizá quepa preguntar, en muchos casos: ¿qué es el
pasado sino nuestra percepción del pasado? Si cambia lo uno, cambia lo otro.
Eso es lo que hacen los autores de novela histórica, tan en boga ahora, con
diversa fortuna: modificar, embellecer, explicar, borrar el pasado, crearlo de
nuevo, revivirlo.
Recordando lo
que uno ha ido escribiendo, me fijo en un fragmento de un relato mío, Marina / Deneb, en el que la misteriosa
protagonista (una mujer que son dos) cuenta
y argumenta que el pasado se puede revisitar: “La juventud es un estado al que se puede
retornar a veces, si uno lo quiere intensamente. En uno de los últimos diálogos
platónicos se narra que los Hijos de la Tierra o Autóctonos, sometidos a una
rotación inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la madurez, de la madurez a
la juventud y la niñez, y de la niñez a la desaparición y la nada”. No hace
falta señalar que la protagonista había leído al ubicuo Borges.
También hay una obra de teatro, del francés
Armand Salacrou (Sens Interdit), en
la que los personajes nacen viejos y viven hacia atrás, hacia la juventud. Esto
podría tener sus ventajas. Pienso que tal vez lo mejor sería una vida que fuera
como un camino de ida y vuelta: madurar, sin llegar a una vejez extrema e
incómoda, y luego rejuvenecer. Sin repetirse las cosas, claro —lo bailado,
bailado—. O repitiendo lo que uno quisiera. En fin, todo podría ser, todo podría
haber sido, de otra manera. Los gnósticos pensaron que la creación fue un
error, la obra de una divinidad inferior, de un Demiurgo que se envaneció y se creyó
Dios.
En realidad, a mí me cuesta
trabajo pensar en un Dios que no pueda modificar el pasado, que no pueda
realizar cualquier cosa imaginable. Si pienso en un Dios —no es algo en lo que
me demore excesivamente—, no sé hacerlo de otra manera. Por ello deduzco que
Horacio muy probablemente se equivocó. En mi próxima entrada hablaré de los
otros Horacios, los de 1754, y del nacimiento de la palabra serendipity (en
español, podría traducirse como serendipia), precisamente un día como hoy, hace
260 años. Y de un delicioso cuento relacionado con la invención: Los tres príncipes de Serendip. Lector,
hasta pronto.
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