En mi entrada
anterior, había quedado en resumir un cuento de Voltaire y el de los Príncipes
de Serendip. Empezaré por lo más fácil. En el Zadig volteriano, hay un relato titulado Le chien et le cheval, con el siguiente argumento (casi en esquema):
Zadig paseaba solo
por las encantadoras orillas del Éufrates, cuando de pronto vio correr con la
mayor inquietud a un eunuco de la reina con otros cortesanos, que le
preguntaron:
— Joven,
¿habéis visto el perro de la reina?
— Es una perra,
no un perro.
— Tenéis razón,
es una perra.
— Es una épagneule muy pequeña, añadió Zadig. Ha
tenido cachorros hace poco; cojea de la pata delantera izquierda y tiene las
orejas muy largas.
— La habéis
visto entonces, dedujo el eunuco.
— No, no la he
visto jamás y ni sabía que la reina tuviera una perrita.
En ese mismo
momento, el más bello caballo de las caballerizas reales se le había escapado
al palafrenero. El montero mayor y otros oficiales corrían en su busca, tan inquietos
como el eunuco tras la perra. El montero mayor le preguntó a Zadig:
—¿Habéis visto
pasar al caballo del rey?
— Es un caballo
que galopa maravillosamente, tiene cinco pies de alto, los cascos pequeños, una
cola de tres pies y medio de larga, los extremos del bocado son de oro de
veintitrés quilates y sus herraduras son de plata de once deniers, contestó Zadig.
— ¿Qué camino
ha tomado?, preguntó el montero mayor.
— No lo sé, no lo
he visto, contestó Zadig, ni he oído hablar jamás de él.
El eunuco y el
montero no dudaron de que Zadig había robado el caballo y la perrita. Lo
tomaron prisionero y lo llevaron ante el Gran Consejo, que lo condenó a ser
azotado y a pasar el resto de sus día en Siberia. Recién pronunciada la
sentencia, aparecieron el caballo y la perrita. Hubo que cambiar el veredicto,
pero se le condenó a pagar cuatrocientas onzas de oro por decir que no había
visto lo que había visto. Zadig, al que permitieron hablar, se dirigió entonces
a los miembros del consejo y empezó su discurso: “Estrellas de la justicia,
abismos de ciencia, espejos de la verdad…”. Y explicó que, en el caso de la
perrita, había visto las huellas de sus patas sobre la arena y comprendió que
eran las de un perro. Otras huellas entre las patas, le hicieron ver que se
trataba de una perrita que acababa de tener cachorros. Otras huellas externas a
las de las patas delanteras, le convencieron de que el animal tenía unas orejas
muy largas. En fin, las huellas de la pata delantera izquierda eran menos
profundas, de lo que dedujo que el pobre animal era cojo.
Lector, no te
cuento, para no alargarme, las explicaciones que dio Zadig respecto a lo que
había dicho sobre el caballo del rey. Ya conoces tú a Zadig y sabes muy bien
que expuso las mejores razones. Todos los jueces admiraron su sutil y profundo
discernimiento. Todo el mundo hablaba de él y, aunque algunos magos de la corte
opinaron que se le debía quemar como brujo, el rey ordenó que se le devolvieran
las cuatrocientas onzas de oro de la multa. Y así se hizo, reteniendo sólo 398
onzas como gastos de la justicia y demandando también algunos honorarios extra
para los jueces. Zadig entendió lo peligroso de ser a veces demasiado sabio y se prometió, a partir de aquel momento, no decir nunca lo que
había visto.
Muy poco después
se escapó un prisionero de la Cárcel Real y pasó por debajo de las ventanas de la casa
de Zadig. Se interrogó a Zadig, que esta vez no dijo nada. Sin embargo, se pudo
probar después que había mirado por una ventana y se le condenó a la multa de
quinientas onzas de oro. Gran Dios, se decía Zadig, está claro que hay que
tener cuidado cuando pasea uno por un bosque en el que se ha escapado la
perrita de la reina o el caballo del rey. Y cómo es de peligroso asomarse a la
ventana. ¡Qué difícil es ser feliz en esta vida!
Dejo lo de los
príncipes de Serendip para una próxima entrada, ya indemorable. He contado,
reducida y ni siquiera completa, una historia de Voltaire, que participa
plenamente del carácter de estos relatos y pertenece, sin duda, al conjunto de las
que los alemanes llaman Scharfsinnsproben
(pruebas de agudeza), en las que se muestran ejemplos de sagacidad y
rapidez mental verdaderamente notables.
Capacidades de
inferir y razonar que no conducen a la felicidad sino más bien al infortunio. Esa
circunstancia se pone de relieve también en las narraciones orientales homologables
—de hecho, son precursoras en esto—. Lo que ocurre es que con Voltaire todo es
un poco distinto, porque su ironía es terrible y demoledora. Con unas pocas
palabras critica a los jueces, a los magos, a todo lo establecido, a lo convencional.
Nadie ha podido igualarle en eso. Se trata, en mi opinión, de una censura no
demasiado acre, porque es esperanzada. Yo creo que en la época de Voltaire,
muchos de los espíritus ilustrados pensaron sinceramente que las eternas injusticias
y oscuridades de la sociedad humana habrían de desaparecer y los hombres se
abrirían pronto a la luz.
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