Me acerco a las cien entradas
del blog y el azar me lleva a insistir sobre una de sus ideas centrales. Leo una
anécdota de Arnold Schoenberg, cuando un magnate de la industria de Hollywood
trató de halagarle, diciendo que su música era deliciosa —es la traducción que
escojo aquí para lovely—. Schoenberg
le replicó inmediatamente: “mi música no es deliciosa”. La historia viene en Art and the arts, de Theodor W. Adorno.
No soy un experto en música,
pero doy decididamente la razón al célebre músico en cuanto a su obra, a la reducida
parte de su obra que he podido conocer. Schoenberg, también un apreciable
pintor, propuso y defendió cambios en la estructura tonal de la composición
musical, desarrolló la técnica dodecafónica y fue extraordinariamente
influyente en la cultura musical del siglo XX. Su original estilo no fue
entendido por todos. Maurice Ravel, según cuenta Alma Mahler en su libro Mein Leben (Mi vida), afirmó: Non, ce n'est pas de la musique... c'est du laboratoire (No, esto no es música, esto es cosa de
laboratorio).
Traigo aquí a Schoenberg como
paradigma de una cierta manera de entender la creación artística. Para él lo
importante en una obra de arte es la pura aportación del artista y el placer del
espectador no debe ser un objetivo en ningún caso. Lo que cuenta es la perfección
de la obra en sí, su harmonía interna, la propia satisfacción del creador. Richard
Taruskin, un musicólogo americano nacido en Nueva York en 1945, califica esta
idea como una pura ‘falacia poyética’.
En mi modesta opinión, lo que
resulta obligatorio es la creación de belleza, una belleza que pueda ser
percibida y gozada por el espectador. Naturalmente, habrá casos en que se
requiera una especial formación de este y admito que no todas las obras son
para todos los públicos. Lo que me resulta inadmisible, en una obra de arte, es
que esté orientada a la mera y simple distracción del público, a hacerle pasar el
rato. Eso puede existir, no está prohibido, pero no es arte.
Schoenberg es uno de los casos
más conocidos de triskaidekafobia. Con
ese nombre tan raro —tan sencillo también: es el número trece en griego y el
término fobia. O sea, temor al trece— se designa una extendida superstición,
presente en muchas culturas, que considera nefasto dicho número. En el caso de
nuestro músico, la fobia era extrema. Se piensa que hasta pudo tener algo que
ver con su muerte real.
Tenía pavor a los años múltiplos
de 13. Ya en 1939 —en realidad, 1939 no es múltiplo de 13, aunque 39 sí lo sea,
pero los supersticiosos no suelen ser muy científicos— estaba tan preocupado
que para tranquilizarse encargó un horóscopo, en el que el astrólogo le
certificó que sería un mal año, pero no fatal. Para esa predicción no hace
falta ser astrólogo, ¿verdad?
En 1950 Schoenberg tenía 76 años
y un amigo —para eso están los amigos— le avisó de que sería un año crítico,
porque 7 + 6 = 13. Lógico, ¿no? El músico no había pensado en ello, pero ya sí
lo hizo. De forma que el día 13 de julio de 1951, con setenta y seis años, y
viernes —ya sabe todo el mundo que en USA el día nefasto es trece y viernes, no
martes— estuvo todo el día en cama, angustiado y deprimido. Eran las 23.45, su
pobre esposa Gertrud se decía que ya casi había pasado lo peor, cuando Schoenberg,
tras un ruido extraño en su garganta, murió de repente. Todo muy triste, como
en cualquier muerte. Pero aquí más dramático y hasta turbador.
Arnold Schoenberg había nacido
un día trece y murió también un día trece. Pero nacer no es nada aciago. Y en
muchas ocasiones, morirse, seguramente tampoco.
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