En mi anterior entrada
citaba unas palabras de Gabriel García Márquez, “la muerte es una trampa, es una traición, que le sueltan a uno sin
ponerle condición”, y prometí comentarlas. Mario Benedetti dijo algo parecido, “la
muerte es una traición de Dios”, y no sabría yo ahora resolver la
importantísima cuestión de quién habló de esto primero, si Márquez o Benedetti.
Pudiera ser que ninguno de los dos, excelsos
como eran, meditaran con rigor sobre las alternativas a la muerte. Incluso las
personas más dotadas no pueden razonar continuamente sobre todos los temas
posibles y, como el resto de los mortales, hablan a veces alegremente. Si lo
que insinúan es que estaría bien que la vida fuera más larga, muchos seres
humanos, no todos, estarían de acuerdo. Si lo que se plantean es la pura inmortalidad,
eso es completamente distinto.
Porque, y entro en la materia, para mí, nada más
aterrador que la idea de ser inmortal. De un relato mío, El reino de Ta, copio las cogitaciones de Roberto, su protagonista:
“Se había preguntado alguna vez, en abstracto, si sería tolerable
cualquier tipo de eternidad. Estaba convencido de que los seres humanos hemos
sido diseñados para morir, no se trata de algo surgido por azar. Cualquiera que
conozca los procesos de envejecimiento celular lo comprenderá perfectamente. La
caducidad está inscrita en nuestras vidas, inserta en el mismo núcleo de
nuestra existencia.
De hecho,
pensaba que nada sería tan insoportable como la inmortalidad. Había escrito una
vez algo sobre el tema y sus palabras habían sido: Hay que ser indulgentes con
el dios o los dioses, que permiten tantos desarreglos en el Universo, porque se
comportan así aloquecidos por su inmortalidad, por la imposibilidad del olvido,
por la eterna repetición de los aconteceres, por la insistente presencia de
todo lo creado, por la imposibilidad de imaginar un futuro desconocido o
distinto. Roberto se identificaba más con los que postulan que tras la muerte
sólo hay el olvido y la nada”.
Lector, medita
un poco sobre lo que te cuento. Imagínate viviendo cien, doscientos años…
eternamente; con esta vida de aquí, con la que conocemos. Ni el más malvado de
los dioses querría tal suplicio para sus criaturas. Otra cosa es, ya digo,
pretender que la vida no fuera tan escandalosamente breve. A eso muchos humanos,
entre los que afortunadamente me cuento, sí nos apuntaríamos.
En mi obra de
teatro, Don Juan de Bergerac —y
perdón por tanta autocita—, se habla también algo de todo esto. Transcribo,
abreviadamente:
Don Juan — Platón, en un
pasaje de su Político, recoge un
antiguo mito griego y habla de una época en que el universo giró en sentido
inverso y todos los seres mortales cesaron de envejecer y se hicieron cada día
más jóvenes, hasta llegar a recién nacidos, tanto en el cuerpo como en el alma;
tras de lo cual continuaban consumiéndose y se aniquilaban totalmente. En un
mundo así, el destino del hombre sería infinitamente más amable, porque
marcharíamos hacia la juventud, hacia la belleza, hacia la inocencia. Al final,
también desapareceríamos en la nada, pero sin la angustia del envejecimiento y
de la muerte. Inés, si yo pudiera vivir así ahora y hacerme más joven contigo.
Inés — (Bromeando) O sea, tú cada vez más joven y yo cada vez más vieja.
Pues sí que estamos bien. Tú me cuidarías cuando yo fuera mucho mayor que tú.
Don Juan —Quizá
lo mejor sería que la vida fuera un camino de ida y vuelta: madurar, sin llegar
a una vejez extrema e incómoda, y luego rejuvenecer. Sin repetirse las cosas,
claro, “lo bailado, bailado”. O repitiendo lo que uno quisiera. En fin, todo
podría ser, todo podría haber sido, de otra manera. Los gnósticos pensaron que
la creación fue un error, la obra de una divinidad inferior que se creyó Dios.
Inés — Para mí, Don Juan, ya
estás viviendo así, hacia atrás. Quisiera verte cada día más optimista, más
feliz, más joven. También es hermoso entregarse de lleno a recoger lo que la
vida ofrece todavía. Fin de la cita y de la entrada.
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