Hablé del amor de Juan el Bueno
hacia la condesa de Salisbury, cuando el amor deambula ya por esa incierta
penumbra en la que el amante no tiene la gozosa seguridad de ser correspondido;
cuando se vuelve a la frágil y mudadiza felicidad, a la locura de los
comienzos. Creo sinceramente que hay formas excesivas y malignas del
amor, frente a las que los infortunados amantes se encuentran indefensos,
dispuestos a sacrificios o servidumbres más allá de lo razonable. Quizá por las
extremas cualidades de la persona amada, quizá también por la desgraciada
personalidad del amante.
Hay amores
imposibles que incapacitan para cualquier otro. En Cuentos de Eva Luna, un personaje de
Isabel Allende al que ya mencioné se queja, impotente y desolado: “Me has perseguido sin tregua. No he podido
amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti”. Incluso un amor logrado, cumplido y
feliz, puede terminar así, nimbado de tristeza. Lector, te voy a contar la
historia de un trovador de finales del siglo XII y muy principios del XIII,
Raimbaut de Vaqueiras. De sus momentos felices; de su final, envuelto en
añoranzas y tremante aún por la viveza e intensidad del recuerdo.
Raimbaut fue
hijo de un pobre caballero de Provenza, del castillo de Vaqueiras, en Provenza.
Se hizo juglar y estuvo mucho tiempo al servicio del príncipe de Aurenga, un
tal Guilhem dels Baus, que le hizo mucho bien y lo prosperó. Se convirtió en el
trovador más famoso de toda aquella tierra, en donde estaban entonces
inventando cuidadosamente la cálida y dulce fermentación del amor. Cantó una
vez ante un noble italiano, el egregio marqués Bonifacio de Monferrato, y tanto
le gustó al visitante su arte, que logró convencer al trovador para que le
acompañara en el regreso a su patria y así se lo llevó a su palacio, en Italia.
Allí, un día,
Raimbaut, quizá añorando todavía su dulce Provenza ―¿un día feliz, un día
aciago, quién puede juzgar estas cosas?― vio inesperadamente, a través de los
altos ventanales de una de las afiligranadas galerías del edificio, a una
doncella, como esas que se ven casi sólo en los sueños: esbelta de cuerpo, de
piel blanca, como de marfil pulido, y un pelo negro brillante que le llegaba
hasta la cintura. En la intimidad de la estancia, sin saberse observada, la
doncella se quitaba sus ropas de seda, se ponía una reluciente armadura
milanesa y era capaz de esgrimir y manejar una espada, como en un juego,
delante de un gran espejo colgado en la pared. Luego, graciosamente, pasado
este inocente fingimiento, volvió a vestir sus ropas femeninas, pero el trovador,
que se enamoró perdidamente de ella tras esa visión fugaz, la llamó ya siempre,
en sus trovas y cantos, el Bel Cavalier.
La dama, que esta vez no era soñada, como ocurre en otras ocasiones, sino de
esa arrebatada realidad que supera a los sueños, se llamaba Beatriz. Era la
hermana del marqués y estaba prometida al caballero Arrigo del Caretto, un
noble también, que era señor de Savona.
El trovador
moría de amor cada día y escribió como nadie había escrito hasta entonces,
aunque tantos enamorados habían sentido lo mismo. Tenía ese don el buen hombre.
Y se acercaba tan derechamente a la muerte que Beatriz se ablandó al saberlo,
lo amó con todas las consecuencias y le regaló, embellecida y multiplicada, la
vida. Se casó luego con Caretto, eso sí, para no complicar tontamente las
cosas, pero el trovador fue mantenido en palacio y siguió gozando de todos sus
privilegios. Sí, lector, de todos sus privilegios; estos arreglos juiciosos han
existido siempre. Don Arrigo era amante de la caza y cazaba; el trovador amaba
la trova y trovaba; Beatriz lo comprendía todo, absolutamente todo, y se
sacrificaba, la pobre. El mundo seguía rodando incansable y ciegamente por su
camino de siempre. Y yo no sé ahora de otros, pero los mencionados eran
felices, como quizá lo fueron nuestros primeros padres, desde que comieron la
fruta prohibida hasta el momento en que fueron tan inmediata y bruscamente
expulsados del paraíso.
Hasta que un
día, todo se torció, porque el viento que porta la felicidad es corto y
mudable. Pero esto lo contaré otro día, para no alargarme.
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