¡Ah, mi pobre Joan
de Kent, condesa de Salisbury, mi pobre rey Juan II, el Bueno! Prometí hablar
de vosotros y lo hago. Pero antes quiero recordaros que ocupáis un lugar
privilegiado en mi viejo y gastado corazón.
Hay que situar
a la condesa. No fue aquella Catherine
Montacute (1304-1349), condesa
de Salisbury, amante del rey inglés Eduardo III —y para algunos sospechosa
de brujería—, en cuyo honor se creó la Orden de la Jarretera. Tampoco fue la
infortunada Margaret Pole (1473-1541),
también condesa de Salisbury, ajusticiada por orden de Enrique VIII. Tenía sesenta
y siete años y se defendió con tanta energía antes de posar el cuello en el bloque
que el verdugo erró varias veces el golpe, hiriéndola en la espalda, el cuello
y la cabeza.
No, mi condesa
fue Joan de Kent (1328-1385), princesa de Gales y de Aquitania, condesa de Salisbury, condesa de Kent, etc.,
conocida como la Fair Maid of
Kent, que se casó, secretamente al principio, con el Príncipe Negro, hijo de Eduardo III, en 1360. ¡Huy,
lector, qué bonito queda todo esto! Fair
es un adjetivo que puede tener muchas traducciones, todas buenísimas. Yo diría “la
bella, la pura, la blanca, la rubia doncella de Kent” y podría seguir. Pero no
se crea que son cosas mías: el cronista francés Jean Froissart, autor de Chronicles, dijo que era “la mujer más
bella de todo el reino de Inglaterra y la más cariñosa”. ¡Por Dios, qué
combinación! Yo no sé si Froissart hablaba por sí o copiaba de las Vrayes Chroniques, de Jean le Bel, otro
cronista flamenco, en las que se inspiró tanto. Jean le Bel, Juan el Bello; qué
nombres se gastaban las gentes de estos tiempos. Así da gusto.
Todo esto es
deslumbrante; la leyenda que cuento ahora es tierna y embriagadora. El rey Juan II de Francia (1319-1364) era un
excelente jinete, muy generoso con los suyos, lo que le valió el sobrenombre de
‘el Bueno’, y valentísimo en la guerra. En la batalla de Poitiers, en 1356, fue
derrotado por el rey inglés Eduardo III y su hijo el Príncipe Negro, y su idea
del honor le impidió huir, por lo que fue hecho prisionero. Fue llevado a
Londres al año siguiente y tratado allí como un cortesano más. Liberado tres
años más tarde, quedaron como rehenes dos hijos suyos, Juan y Luis. Al escapar
Luis en 1363, el exigente código de honor del rey le exigió volver a Londres y
entregarse.
Juan II había
conocido a la bellísima condesa de Salisbury durante su estancia en la corte
inglesa y se había prometido volver alguna vez a Inglaterra, sólo para verla una
última vez antes de morir, irse del mundo con su imagen en los ojos. Se acercó
el rey a caballo, solo, sin escolta, a su castillo y la divisó a lo lejos, asomada a una
ventana, con una rosa en la mano derecha, mientras metía la otra mano en un
vasito de agua y salpicaba la colorada flor con sus largos y gráciles dedos.
Juan el Bueno, enmudecido por el amor y por la desgracia, mecido ya por el
viento aún tenue de la muerte, se aproximó hasta que pudo ser visto por la
dulce condesa. Se quitó entonces, lentamente, como en un rito ensayado o soñado
durante mucho tiempo, la birreta adornada con una pluma de faisán y antiguas
monedas de oro e inclinó la cabeza en señal de respeto y sumisión y quién sabe
si de renuncia y despedida. Tampoco se sabe si la condesa lo reconoció y
recordó o lo tenía ya en uno de esos olvidos de los que jamás se vuelve. Eso,
en el fondo, no importa tanto. El caso es que el rey cumplió su sueño, su
promesa, y una vez que hubo visto a la hermosa señora y entendió que el corazón
no podría aguantar mucho más, no esperó ninguna respuesta, volvió la grupa de
su caballo y cabalgó muy lenta y calladamente hacia una posada cercana, en
donde se fue a morir.
Me duele
decirte, lector, que todo esto quizá no pudo ser. O que tuvo que ser de otra
manera. No queda constancia exacta de los viajes y fechas entre Burdeos y Londres
de Joan de Kent, que harían posible o imposible el encuentro. Entre nosotros,
qué más da. Mira, si tienes problemas para aceptar mi historia, quédate sólo
con los últimos párrafos de mi entrada y olvida todos los demás. Habrás
conservado lo importante, lo que de verdad cuenta en la vida de los seres
humanos. Tengo que cortar; te hablaré otro día de otros amores.
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