Terminé mi
entrada anterior diciendo que el vuelo de la felicidad era casi siempre corto,
o algo así. Conté que Beatriz, su marido y su amante eran felices… hasta una sonochada de estío, cuando los imprudentes enamorados —el marido no entra en
esto, claro; se entiende que estaba de caza— reparaban sus dulces fatigas sobre
un oculto pradillo del jardín, embriagados con el aroma de la hierba recién
cortada y durmiendo dulcemente, cubiertos con el manto del trovador. El marqués, Bonifacio de Monferrato, quizá
arrepentido de haberse traído al insistente provenzal a palacio, los sorprendió
y, con delicadeza y tacto, quitó la ropa del amante sin despertarlos y los
cubrió con su propia capa, en la que estaban bordadas muy claramente las armas
del marquesado. Al despertar, los dos se dieron cuenta de lo ocurrido, que
volvían por veces al mundo, después de muy largas y felices ausencias. Algo
parecido ocurrió cuando el rey Marc encontró yaciendo juntos a Tristán e Isolda
e intercambió su anillo con el de ella y su espada con la de él. Son estas,
ocurrencias que tienen a veces los engañados y que encierran ya, seguramente,
un principio de comprensión, de absolución.
Después del
suceso, el marqués Bonifacio no tuvo grandes problemas para convencer al
trovador de la cabal conveniencia de peregrinar a Tierra Santa y dejar los
entretenimientos. Los dos, el marqués juicioso y el trovador enamorado, se
fueron de palmeros. Te contaré, lector, porque sé que estas cosas te interesan,
que muchos otros pecadores arrepentidos iban en la misma nave, camino del
perdón y de la aventura. Iba, encerrado en jaula de plata y amparado por un
salvoconducto de los duques de Saboya, aquel monje de Chieri que
quedó convertido en faisán por haber comido carne de ave en Viernes Santo.
Iba aquel caballero de Mandovi, que intentó raptar a una monja en
Fossano. Cuando estaba a punto de conseguirlo, ella pidió a Dios que le mandara
la lepra para conservar intacta su pureza, lo que ocurrió en un instante,
haciendo huir al caballero, que se tornó pesaroso y penitente tras la milagrosa
mudanza. Viajaban entonces hacia Jerusalén gentes de toda condición, en busca
de la gloria, de la muerte, del amor, del olvido, de sus respectivos e ignotos
destinos.
Monferrato, tras sólo un par de batallas, ganó
el reino de Salónica, hizo a Raimbaut duque del mismo y lo nombró príncipe de
Orfani. ¿Os dais cuenta? El pobre trovador hecho príncipe y gobernador de un
reino. ¿Se puede pedir, se puede ambicionar más? Pues, fijaos lo que es el amor. El nuevo y flamante príncipe era víctima insalvable de la
melancolía, olvidaba todas sus ventajas y conveniencias y sólo soñaba con
Beatriz y le escribía sin cesar las más tiernas baladas, todas dirigidas al Bel Cavalier, declarándose prisionero en
ultramar, herido de amor, infeliz e incurable. Mientras tanto, Beatriz le dio
once hijos al Caretto, quien sabe si con pasión por medio, que esto es muy
complicado de averiguar en las mujeres y es sabido que hay mil formas de fingimientos.
— ¿Y usted no
cree, fray Gerundio, que en los momentos más desgarrados e íntimos, Beatriz
quizá pensaba en su amante ausente, en su dulce trovador.
— Pues eso no
lo sé, que en ciertas circunstancias los sentidos se descomponen, uno no rige
muy bien y está como sonlocado. Sobre todo en los momentos del inmundo y breve placer.
— Fray
Gerundio, qué duro e injusto es usted en sus calificativos. Tal vez usted, por su
condición, no conoce bien… El juego no es tan aburrido y la prueba es que…
— No, si yo lo
digo porque lo he leído así en una obra de Hanri Barbusse, un escritor francés
hoy prácticamente olvidado.
— No me extraña
que lo hayan olvidado.
Lector, perdona
esta interrupción de mi interlocutor invisible, al que apenas estoy dejando
hablar en este blog. Te diré que este tipo de digresión es el que odian algunos
que me leen y cuentan que rompe el flujo narrativo. A mí es que el flujo ese me
trae bastante sin cuidado y confío en la rapidez mental del lector. Esto es sólo un juego: hoy escribo yo y tú me lees y
mañana puede ser al revés. Pero volvamos ahora a mi narración. Ponte ahora un poco
malencónico (sic) para lo que sigue.
Raimbaut murió
en su principado, añorando aquel lejano y perdido amor; entreviendo a su
Beatriz, por siempre inalcanzable, en la distancia, en el horizonte engañoso e
impasible del mar, que se divisaba desde la blanca terraza de mármol del
palacio. En ocasiones, cuando los vientos eran mareros, creía oír su voz, que
le llamaba con los nombres tiernos y secretos que se habían inventado y
confiado tantas veces, juntos, en las tierras del marquesado de Monferrato, en
la dulce Lombardía inolvidable. Ni un día dejó de pensar en ella, ni un día
pudo desprenderse del infortunio, de la desesperación y de la nostalgia. Para
lo bueno o para lo malo, nada sería lo mismo en el mundo sin el amor. Incluyo
una canción que hizo por entonces: ¿De
qué me valen, pues, conquistas ni riquezas? Porque yo me tenía por más rico
cuando era amado y leal amigo y Amor me nutría. Prefería un solo placer que
aquí gran corte y gran hacienda. ¡Ah, mi pobre Raimbaut, cómo puede ser de
triste amar!
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