Seguimos en
agosto y urge publicar esta entrada, antes de que cambie demasiado el cielo
nocturno. Paso parte del verano en la sierra madrileña y algunos días, en la
sonochada, hay en la plaza del pueblo actos culturales a los que suelo asistir.
Son ya muchos años que vengo haciéndolo y era aquí donde me encontraba, como he
contado, con mi querido amigo, el poeta ubetense Antonio Parra y su esposa. Esta
costumbre mía es una especie de rito que se fue insertando en mi vida, como
tantos otros. Durante el espectáculo, cuando miro al cielo, veo a Vega sobre mi
cabeza. Como siempre, como estará hasta el final de mis noches, como estará
para otros cuando yo me haya ido.
Vega es la
estrella más brillante de Lira y la segunda en brillantez de todo el hemisferio
norte celeste, después de Arturo, en la constelación del Boyero. Es una
estrella cercana, está ahí mismo, a sólo veinticinco años luz de la Tierra.
Forma parte de lo que se ha llamado el Triángulo del Verano —se le nombró así a
mediados del XIX—, con dos estrellas más: Deneb, de Cisne y Altair de Águila. Se ve en el hemisferio norte, en latitudes medias. En primavera, el
triángulo también se ve, pero hacia el Este, en la madrugada, y en otoño al
Oeste, en la sonochada (repito la palabra). En verano, en agosto, Vega está
literalmente encima de nuestras cabezas. Como entonces solemos ser más
nocherniegos, estas tres estrellas son de las más conocidas.
Vega fue la
estrella polar, la situada aproximadamente en la prolongación del eje
terrestre, hacia el año 12000 a. C., y volverá a serlo hacia el año 13700 de
nuestra era. Yo ya soy mayor y no lo veré, pero si tú, lector, eres joven,
puede que la veas. Depende de cuántos yogures de esos que bajan
indefectiblemente el colesterol te tomes. Esos alimentos tan sabiamente elaborados
pueden llevar a la vida eterna. He hecho algunos cálculos y, si tomas unos
doscientos yogures de cierta marca al día, podrás ver cómo la estrella Vega
ocupa el lugar que tiene ahora la estrella polar.
Porque tienes
que saber que los cielos cambian y se alteran. Nada es estable en el Universo y
Shakespeare tuvo que escribir esto alguna vez, porque es muy de su estilo, pero
no sé ahora dónde. En un relato sobre la estancia del emperador Carlos en
Yuste, De la Fortuna y el Tiempo, yo
sentencié, hablando del Tiempo: “Incluso los astros, imperturbables y ajenos, aparentemente situados
fuera de su dominio, se alteran con su transcurso. Porque Juanelo sabe muy bien
que hasta los cielos se transforman y las constelaciones modifican sus
constituciones”. Las estrellas no son fijas, todos los cuerpos celestes
andan a la deriva, aloquecidos y errantes, en direcciones no idénticas, con el
cosmos en perpetua expansión, al menos por ahora. El cambio de estrella polar
es la consecuencia de la precesión de los equinoccios, que cuento enseguida.
La Tierra gira
—sobre esto ya diré algo en una entrada próxima— como un trompo que estuviera a
punto de pararse. Ya sabrás, si has tirado un trompo alguna vez y no naciste
con el smartphone en la mano, que al
final se desequilibra, se bambolea un poco —en inglés hay una muy buena palabra
para designar esto, wobble, de la que
diré algo también en su día—, su eje ya no está vertical y el extremo superior describe
circunferencias cada vez mayores, hasta que el trompo cae. La Tierra no cae, su
eje describe una circunferencia fija en unos 26.000 años y su extremo apunta a
lugares distintos durante el ciclo. Por ello, la estrella que está en su prolongación
imaginaria, la polar, no es siempre la misma.
Vega es una
estrella joven, su edad es la décima parte de la del Sol, pero su esperanza de
vida es la también la décima parte. Está ahora en la mitad y deberá
morir en unos 450 millones de años. En el mas de agosto, en nuestras latitudes,
está casi en el zenit celeste y ya dije que forma parte del triángulo del
verano, que se identifica muy bien porque no hay otras estrellas tan
brillantes cerca.
El cielo y sus estrellas están plagados de historias, muchas de origen
griego, pero existen en todas las culturas. En la mitología china, por citar
alguna, un hombre, Niu Lang (Altair) y sus dos hijas están separados de su
esposa y madre, Zhi Nu (Vega) por un río, que es la Vía Láctea. Sólo una vez al
año, el séptimo día del séptimo mes de calendario chino, las urracas construyen
un puente y la familia pueda encontrarse por un breve tiempo.
He querido hablar de esto antes de que se pase el verano y sea ya
demasiado tarde.
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