Lector, se acaba agosto y también la estación de la luz, del descanso y
la despreocupación, aunque sean imperfectos y pasajeros. Quizá es el momento de
hacer una importante confesión. No amo cualquier literatura; amo, sin renuncia
posible, sin libertad de elección, la literatura esteticista. Me gustaría decir
que he vivido sólo movido por la belleza, pero no sería la verdad, porque la
vida es complicada y tuve que defenderme de su escabrosidad como pude, como
otros, como todos. Pero en ese reino en el que uno es libre, en el que puede
escoger casi sin límites, en el de las bellas letras, ahí sí me rijo
irreductiblemente por la belleza y no puedo ver o valorar otra cosa. Sé muy
bien que por ello no comentaré aquí jamás ciertas obras que quizá son valiosas,
que tienen éxito, que son emocionantes, intrigantes, divertidas, pero ya digo
que soy víctima de esa fatal perversión. No sólo en la literatura, también en
otras artes y en el cine. Hablaré hoy de una película y mostraré unos textos
literarios, como corolario de lo que cuento. Todo habría que matizarlo,
circunscribirlo debidamente, pero no es ahora el momento.
Respecto al cine, copio de mis Apuntes
sobre literatura. Yo llegué
a estudiar a Madrid en otoño de 1954, con quince años, y venía de una antigua y
bella ciudad, pobre y triste, como tantas de entonces. Al poco tiempo, no recuerdo
cuándo, vi una película, Cuentos de
Hoffmann, de 1951, adaptación de la ópera del mismo nombre de Jacques
Offenbach. La banda sonora fue grabada por la Royal Philarmonic Orchestra,
dirigida por Sir Thomas Beecham. Me sumergí por unas horas en un mundo de
ensueño, inesperado e imprevisto, preñado de una belleza que era casi imposible
soportar.
Todavía recuerdo las
secuencias del cuento segundo, cuando Hoffmann está en Venecia y es seducido
por la espléndida Ludmilla Tchérina, en el papel de la cortesana Giuletta. El
satánico Dapertutto, coleccionista de almas, se vale de ella para robar el
reflejo, el alma, del joven poeta. Aquel viaje en góndola, en un paisaje
deliberadamente irreal, mientras se oye la deliciosa barcarolle, se grabó en mi memoria para siempre y no creo que
ninguna disfunción o aturdimiento de mi cerebro pueda arrancarlo de ahí. Y
pienso, sinceramente, que mis ideas o sentimientos respecto a la belleza en la
literatura, o a la belleza en general, vienen influenciados muy poderosamente
por esa y otras vivencias parecidas, que se fueron prendiendo poco a poco en mi
corazón.
La Tchérina, nacida
en Francia y de la nobleza circasiana, fue luego en su vida pintora, escultora
y hasta escribió dos novelas. Todo eso vino después, nada de eso contaba
entonces, o sabía yo entonces, cuando la contemplaba, embelesado, en la
pantalla. Yo sólo la veía con un pañuelo verde en la cabeza, envuelta en los rebrillos
del agua en los canales venecianos, con sus labios perfectos, moviéndolos
lentamente para cantar una muy bella y triste melodía. Me engolfaba en su
rostro distante y altivo, de mujer o diosa inalcanzable y tal vez terrible,
surcando un falso mar, mucho más bello que cualquier otro mar auténtico, en una
navegación oscura, imposible o secreta. Iba de pie, sobre una góndola adornada
con telas y sedas de fantasía, con un fanal de proa que se desliza encendido en
la noche, cruzando pettini
inconcretos, esbozados, de proas de otras góndolas, en un ambiente onírico,
feérico.
Vestida con una
ajustada malla negra, desciende de la embarcación, siempre acompañada de la
bellísima música, despreciando la mano de Schlemil, un amante ya antiguo y
condenado al olvido, que intenta inútilmente ayudarla a bajar, cuando ella
abandona la nave, tras un giro lento y solemne de escorzos cambiantes de la
góndola, y ni siquiera alcanza a tocar la larga cola de su vestido. Nunca
olvidaré los hermosos y malvados ojos de Dapertutto, su elegante vestimenta,
sus mínimos gestos a Giuletta, que revelan la perfecta compenetración de ambos
para perpetrar el mal. Y su discreta orden para que la cortesana consiga el
alma de Hoffmann y la intensa mirada de animal felino de ella. Ahora, cuando
rememoro esta escena, también me vienen las rotundas y tristes palabras del
libreto de Jules Barbier: le
temps fuit et sans retour emporte nos tendresses (el tiempo huye y sin retorno se lleva
nuestras ternezas).
Lector, te dejo el
vínculo (http://youtu.be/t6zcAzZGUjQ)
para que veas esas
escenas. Si te emocionas intensamente, si te marea su belleza, tal vez nos
podamos entender. Dejo los textos literarios para una próxima entrada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario