Los puros
nombres de países, regiones o ciudades pueden ser también muy bellos. De joven,
haciendo autostop, estuve cierta vez más tiempo del que era menester en las
afueras de un pueblo con un nombre que parece arrancado de los antiguos libros
de caballería: Peñaranda de Bracamonte. Escribí, en una obra mía: “Damasco... Sólo la palabra me
había embrujado desde siempre. Las palabras encierran muchas veces la esencia,
el secreto de las cosas”. Pablo Neruda confesó que vivía en los bellos nombres,
“gozando de cada sílaba, en el nombre de Singapur, en el de Samarkanda.
[…] Deseo que cuando me muera me entierren en un nombre, en un sonoro nombre
bien escogido, para que sus sílabas canten sobre mis huesos, cerca del mar”.
De todos estos
nombres, el que para mí tiene un atractivo más irresistible es el de Samarkanda.
Una ciudad de unos tres mil años, en la legendaria Ruta de la Seda, en la que se
fundó la primera fábrica de papel del mundo islámico y en la que hay un barrio
que se llama Madrid. Porque muy a principios del siglo XV llegó hasta ella una
embajada castellana, a cargo de Ruy González de Clavijo, que escribió a la
vuelta su Embajada a Tamorlán. Allí
está la bellísima mezquita mandada construir por la hermosa y frágil princesa
china Bibi Janum, esposa de Tamerlan, de quien ya hablé en este blog. Una
ciudad poblada de ensueños, en la que la Muerte se pasea libre por plazas
y mercados y habla con respeto y maneras al califa, como también conté.
A nuestro alcalde,
en su retiro y soledad forzosos, le vino a la memoria, sin saber por qué,
aquella encendida divisa, escrita en lengua persa y grabada sobre el Salón del
Trono del palacio de los Grandes Mogoles de Delhi, en la India: “Si el cielo ha
descendido alguna vez a la superficie de la Tierra, es aquí, es aquí, es aquí”.
Y pensó que también de España, desde Rosas a Ayamonte, desde Fisterra a Cabo de
Palos, se podría decir algo parecido, expresándolo más modestamente; que
también España podía considerarse con justicia un país privilegiado, dentro del
siempre imperfecto mundo en que vivimos. A pesar de nuestros problemas, uno de
los cuales es precisamente el de algunos fenicios insaciables y equivocados. Las tres cosas más dulces para los poetas árabes son el murmullo del
agua, la voz de la mujer querida y el tintineo del oro. Estos modernos fenicios
adoran el secreto silbo de los euros, que ellos son capaces de percibir, aunque
se produzca en Andorra, Suiza o las islas Cayman. Y son habilísimos en distraer
la atención de la gente con asuntos alejados, en crear y fomentar problemas
inexistentes, para esconder y proteger sus negocios y corruptelas.
En definitiva,
se dijo, el modo de crear comunidades orgullosas y ciegas no es demasiado
difícil; pasa por descerebrar un par de generaciones. La suerte, la mala
suerte, puede hacer que se caiga en manos de algún demagogo de los que gustan
embarcarse en descabelladas aventuras o en las de un soñador que crea poseer el
elixir mágico que transforma a los pueblos. Estas prédicas fáciles prenden en
patriotas sencillos, que no conocen el daño que pueden causar con sus
trivialidades. Sanchez Albornoz ya escribió sobre “los desgarrones de la unidad
hispana, que sólo en daño de los pueblos españoles todos y en beneficio de sus
émulos se han realizado siempre y pueden realizarse todavía” (Españoles ante la historia).
Habla, pues, don Claudio de
“los grandes daños que las secesiones han ocasionado a la comunidad histórica
peninsular”. ¿Habrá muchos entre estas huestes soberanistas que hayan
leído al insigne historiador? ¿O se quedaron sólo con la historia y leyendas de
Guifré el Pilós? David era optimista, a pesar de todo, y recordaba y hacía
suyas las palabras de Pablo Neruda, en otras circunstancias muy diversas:
“Entrará la luz definitiva por los ojos entreabiertos. Nos entenderemos todos.
Progresaremos juntos. Esta esperanza es irrevocable”.
Remembró igualmente aquella
inolvidable visita que hicieron al pueblo, recién nombrado él alcalde, el
presidente Artur Mas y su invitado el barón Cósimo Piovasco de Rondò. El barón
andaba siempre con las mismas ideas, que le venían de cuando su familia luchó
ardientemente para forjar la unidad de Italia, y que soltaba en cuanto podía,
vinieran o no a cuento: “Si vas a construir un muro, piensa en lo que queda
fuera”. Pero que eran muy verdad, pensó David, porque, cuando levantas una
muralla para aislarte, lo que queda dentro no es lo importante, aunque de
momento pueda resultar tranquilizador o ventajoso. Es lo que queda fuera lo que
se pierde para siempre, lo que nos empobrece fatalmente, aquello a lo que se
renuncia sin necesidad, sin justificación.
Sumido en estas
consideraciones, David se quedó plácidamente dormido en la sobretarde del
domingo estivo. Muy poco después llegaban Montse y Roberto Enrique, ambos
relativamente contentos, como ya se ha dicho. Montse había recibido el
constante y callado homenaje de los chicos, sin ninguna consecuencia molesta, y
eso tampoco es tan desagradable. Roberto Enrique había gozado de la cercanía de
Jordi. Entendió desde el principio que no podía aspirar a otra cosa, lo aceptó
así y se contentó con admirar devotamente, con culto de dulía, la radiante
belleza del mozo. Y, como siempre, la vida, esa mezcla de frustraciones y
deleites renovada incansablemente, siguió su invariable curso, amable a veces,
triste en ocasiones y engañosa siempre. FIN DEL RELATO.
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