Simplificando
casi hasta lo injustificable, podríamos decir que olvidar no es un proceso
puramente pasivo, sino una función cerebral activa y compleja. Olvidar no
consiste en la mera atenuación o desaparición de los recuerdos por el simple
paso del tiempo —como se van borrando, por ejemplo, las inscripciones en un
lápida antigua abandonada a la intemperie—, sino que existen complicados
mecanismos cerebrales, responsables de ese fenómeno fisiológico al que los
neurocientíficos denominan ‘extinción del recuerdo’. Con toda probabilidad,
esta dinámica no es aplicable por igual a cualquier clase de recuerdos y se
refiere sobre todo a la sustitución o reemplazamiento de unos recuerdos por
otros más recientes, pero por ahora no querría complicar excesivamente el tema.
El protagonista
de un relato de ficción mío, titulado Investigaciones sobre la memoria, era uno de los
científicos que trabajan justamente en ese campo y por eso voy a decir
una palabras sobre el asunto. Este
profesor Bermejo luchaba al final, en secreto y sin tregua, para olvidar el
accidente en el que murió su querida esposa, Kitza. Cambió por completo el
curso de sus investigaciones de toda una vida, conducentes a mejorar la
capacidad de recordar y aprender de los seres humanos, cuando descubrió que
para estos el olvido puede ser tan dulce y necesario como el recuerdo.
Existe un gen
llamado Tet1 —en realidad es el controlador de un grupo de genes—
que parece jugar un papel en la extinción de los recuerdos. Los genes ejercen
su acción a través de la síntesis de ciertas proteínas especiales, los
mediadores, que modifican la intensidad o el curso de los muchos procesos
biológicos. Las proteínas cuya síntesis es influenciada por el gen Tet1,
se encuentran fundamentalmente en el cerebro, en aquellas zonas relacionadas
con la memoria.
Experimentos
realizados en el Massachusetts Institute of Technology, el famoso MIT, con ratones en
los que el funcionamiento, la ‘expresión’ del gen Tet1 estaba bloqueada,
mostraron que estos animales no tenían ningún problema para aprender nuevas
tareas y memorizarlas —o sea, para formar nuevos recuerdos—, mientras que sí
había diferencias, entre ellos y los ratones normales, en cuanto a la extinción
de los recuerdos ya formados.
Esta expresión del
gen está determinada por el grado de metilación (un tipo de transformación química) del DNA. Cuando la intensidad
de la metilación es alta, se impide la expresión del gen, y lo contrario ocurre
cuando la metilación es baja. Los ratones que carecen del gen Tet1 muestran una
actividad baja en los procesos de desmetilación del DNA, en áreas del córtex
cerebral y el hipocampo, que son claves en los procesos de aprendizaje y
memoria. Debido a ello, los niveles de metilación del DNA son altos y los
mediadores necesarios para la extinción de los recuerdos se producen en pequeña
cantidad, dificultando y enlenteciendo el fenómeno. En ciertos casos, se han encontrado niveles
de metilación vecinos al 60 %, en los ratones
con bloqueo del Tet1, mientras que en los normales el nivel era sólo del 8 %.
Esto podría ser
importante para los pacientes que sufren el conocido como posttraumatic
stress disorder, PTSD (en castellano, traduciendo literalmente, trastorno de
stress postraumático), que podrían beneficiarse de un tratamiento que
potenciara su capacidad para olvidar el acontecimiento causa de su trastorno y
mejorar así sus síntomas. Obviamente, se está hablando de traumatismos
psíquicos, no físicos. También podría ser útil para combatir ciertas
adicciones. Se emplearían sustancias que potencian la extinción de los
recuerdos, entre las que se han probado los inhibidores de la actividad de la
PKMzeta, el propanolol, la MDMA
(3,4-metilendioximetanfetamina) y otras. En un futuro, todavía nada inmediato, se
podrían conseguir incluso sustancias muy específicas, capaces de destruir algún
tipo muy concreto de recuerdos, vinculados a determinados grupos de causas.
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