¡Qué lejanos le
parecían a D. Fernando los años de Londres! Cómo había podido desbordarse el
tiempo tan sin mesura, qué monstruos insensibles manejaban el discurrir del
mundo y el destino de los mortales. Le costaba trabajo reconocerse ahora,
cuando rememoraba su vida, en aquel joven despreocupado y feliz. No, no era el
mismo, no podía ser el mismo de entonces; era una superchería que siguiera
llevando el mismo nombre y fuera considerada la misma persona. La vida no
dejaba de ser una gran incongruencia, un baile alocado de identidades sucesivas
que sólo el desconocimiento y la superficialidad podían percibir como una
unidad, una progresión con sentido. Con el azar jugando un papel excesivo,
componiendo y descomponiendo incansablemente la tenue y falaz continuidad de los
aconteceres, mezclando lo aún vivo con lo que ya quedaba en el pasado y hasta
en el olvido.
Y envidió
terriblemente al otro, al que había muerto, al gaucho libre y robacorazones
londinense. Como había muerto también su propia esposa, su querida Ana, iba ya para
quince años, a la que constantemente echaba de menos y a la que todavía creía
oír en algunas ocasiones, con su serena voz de siempre, dándole un consejo o
haciéndole alguna recomendación.
D. Fernando ya
había leído desde muy joven, porque era un lector impenitente, el Martín Fierro, y textos de Concolorcorvo, Leguizamón, Echeverría y otros
escritores autóctonos. Tenía una idea romántica de los gauchos, de su
frugalidad, de su amor por la libertad y la independencia; cualidades que también
habían sido percibidas por algunos de los pocos viajeros que en los tiempos
remotos del poema se habían internado en las pampas. Incluso Charles Darwin
escribió en su día: “Los gauchos son muy superiores a los que habitan en las
ciudades. El gaucho es siempre muy atento, cortés y hospitalario...”.
Fue de mayor
cuando leyó devotamente a Borges. Y ya, desde entonces, entre unas lecturas y
otras, le fue imposible conocer la Argentina prístina y original, la real, la
no creada o contaminada por la palabra y los sueños. Cuando, después de algunos
años, viajó a aquel país y al vecino Uruguay, se sentía rodeado por las figuras
que aparecían en los libros del escritor y esperaba encontrarse inesperadamente
con aquel Ireneo Funes, el gran memorioso, que vivía en Fray Bentos y que era
capaz de recordarlo todo; el que confesó que tenía más recuerdos, él solo, que
los que habían tenido todos los hombres juntos, desde que el mundo fue mundo. O
con el desdichado Juan Dahlmann, que seguramente murió en el Sur del país
―aunque Borges no quiso describir su lucha, su herida y su agonía― en una
ciudad sin nombre, en un mísero almacén, en una pelea desigual e injusta,
porque estaba todavía enfermo, con un cuchillo en la mano que ni sabía manejar,
frente a un matón vulgar, que lo había provocado sin motivo y ante el cual no
quiso aparecer cobarde. O con Carlos Argentino Daneri, el pedante poeta en cuya
casa, en uno de los ángulos del sótano, había un Aleph, uno de esos puntos del
espacio que contienen todos los puntos. O con el propio Jorge Luis Borges,
paseando por Adrogué o Palermo. Le fue imposible ya, quizá tampoco lo intentó,
conocer otro país que el que dejó descrito, o creado, el maestro.
En cualquier
caso, le gustaba aquella tierra y por la noche le desconcertaban y maravillaban
las nuevas y desconocidas estrellas a las que intentaba ordenar y catalogar de
alguna manera, para orientarse en un universo nuevo y como recién estrenado.
Revivía allí la profunda emoción de enfrentarse por primera vez a la inmensidad
del cosmos, perdido entre astros extraños, que le demandaban con urgencia un
nombre, como debió de ocurrir en los primeros tiempos de los hombres. Por el
contrario, también era tranquilizador divisar algunas de las constelaciones de
siempre, las próximas al ecuador celeste, las que discurren junto a la
eclíptica, las del zodíaco, que se podían ver también desde allí, desde el
hemisferio Sur.
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