Prometí indagar
algo sobre el perdido Cantar de la mora
Zaida, del que podrían quedar vestigios, quizá en prosificaciones cronísticas,
como ocurre otras veces. Se piensa que fue escrito en la misma época que el Cantar del mío Cid, lo que nos lleva a
muy finales del siglo XII. En la
obra Leyendas épicas españolas, de
Rosa Castillo, se da una descripción completa del poema, pero sin datos sobre
su hallazgo o la historia de su transmisión y conservación. Parece deducirse
que está recogido en la primera Crónica
General de Alfonso X y, por ciertos detalles —la inconcreción del lugar en
que se vieron por primera vez Alfonso VI y la bella Zaida—, se apunta la
posibilidad de que ya en el siglo XIII hubiera distintas versiones del mismo. Resumiré
el argumento, sin discutir ahora la historicidad de los hechos
narrados. Algunos de ellos ya sabe el lector, si leyó la entrada correspondiente
de este blog, que son rigurosamente falsos.
Zaida, hija del
rey de Sevilla Al-mútamid, estaba desde muy joven ‘enamorada de oídas’ —una clase
de amor, muy presente en la poesía trovadoresca y también en el Collar
de la paloma, de Ibn Hazam— del rey Alfonso VI, por las hazañas que se
contaban de él y por su prestancia física, tan encomiada. Estaba este rey
entonces, siempre según el relato, viudo de su quinta mujer; o sea, libre y sin
compromiso. “Como las mujeres saben siempre ingeniarse para conseguir aquello
que quieren” —se dice en la transcripción que manejo, no lo digo yo— Zaida, al saber que
Alfonso VI guerreaba por tierras de Toledo próximas a las suyas, le rogó que
viniera a verla. Vamos, como una especie de cita a ciegas. Al rey le pareció
bien el asunto y preguntó que dónde habrían de verse.
Para esta
primera cita se dan varios lugares, y de ahí la sospecha de diferentes versiones
del poema: Consuegra, Ocaña, Cuenca. Al verse, Zaida le confesó con la
conveniente candidez que ‘por oír cosas de él’ se le había aficionado. Este
término me parece sabio y muy oportuno, porque tampoco quiere decir demasiado,
si bien se mira, y es lógico pensar que el rey quiso saber cuánto se había
aficionado y hasta dónde estaba la mora dispuesta a llegar con esa afición suya. Zaida
le dio una lista de las ciudades, villas y lugares que su padre le había dado y
que serían para él tras el casorio. Como además la mora era bella en demasía,
el rey se enamoró casi al instante. Lógico.
El rey había tomado ya Toledo y vio que con
estas tierras “quedaba la conquista más redondeada”. Lo único que pidió a Zaida
fue que se cristianara, a lo que esta respondió que faltaría más. Tras la boda,
se hizo el rey muy amigo de su suegro, quien aconsejó a Alfonso que llamara a
los almorávides, para someter a los reyes de Zaragoza y Tortosa. En Marruecos,
el rey almorávide era Yusuf ben Tachufin, al que le llamaban Miramamolín, quien,
ante la petición, envió tropas con uno de sus generales, de nombre Alí. Al
llegar a España, Alí se proclamó rey y se hizo llamar Miramamolín, talmente como
el otro. Le salió entonces al encuentro Al-mútamid, que fue muerto en la
batalla. El del poema no es el conocido caudillo almohade Muhámmad al-Násir, Miramamolín —corrupción
del título árabe amir al-mu'minin o “príncipe de los creyentes”—, que
tomó parte en la batalla de las Navas de Tolosa, mucho más tarde.
Ante estos hechos, Alfonso VI
sitió Córdoba, donde estaba este Alí, que no se atrevió a pelear y estaba presto a pagar tributo. Pero un
noble moro, Abd Allah, atacó por la noche el campamento de Alfonso. Los
cristianos se rehicieron, mataron a la mayor parte de su gente y tomaron
prisionero a Abd Allah, que era justamente el que había matado a Al-mútamid, el
suegro. Alfonso mandó que lo despedazaran en lugar que pudiera ser bien visto
desde Córdoba. Juntó luego los pedazos y los quemó. A la vista de lo cual, los
moros se sometieron y dieron grandes cantidades de oro, plata, piedras
preciosas, paños de seda, etc. Alfonso se volvió a su tierra con mucha gloria y
Miramamolín se volvió a Marruecos y nunca se atrevió a regresar a España,
mientras vivió Alfonso.
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