En mi entrada anterior hablé del azar. Con la palabra
destino se pueden significar cosas distintas; es un término polisémico. Puede
entenderse una especial conjuración de los astros, de los hados o de los
dioses, que marca desde el nacimiento y señala o dirige ineludiblemente la vida
de los mortales. Yo no creo demasiado en ese destino esotérico. Lo que sí
ocurre es que, en ocasiones, el azar puede conducir a acontecimientos extraños
o improbables, que parecerían obedecer a un designio previo, regido por causas oscuras
y desconocidas. De ahí el título de esta entrada.
Lector, te copio, muy abreviado, un fragmento de mi
novela Las increíbles vidas de Roberto
Milfuegos: “Te voy a contar la historia de Roustem, en la que podrás ver
cómo el destino trabaja infatigable, tejiendo la red en la que, al final, los
hechos ocurren como tenían forzosamente que ocurrir, sin posibilidad de otro
desenlace. Roustem era un héroe de las antiguas leyendas persas que en una ocasión
se acercó al reino de Semengan, en donde el monarca le dio la más exquisita
hospitalidad.
La cena fue abundante y deliciosa y Roustem se
embriagó. Cuando estaba en su cuarto, en las tinieblas ya del sueño, entró una
mujer bellísima, Tehmimeh, la hija única del rey, que quería, simplemente, un
hijo del visitante. El caballero, para no violar las reglas de la hospitalidad,
manda un sirviente al padre para que pida formalmente en matrimonio a la
caprichosa hija. El padre la otorga al forastero, según las costumbres del
país, no demasiado exigentes o puntillosas. Quizá porque todos sabían que
cuando una mujer decide entregarse, no hay manera alguna de evitarlo.
El viajero parte al día siguiente hacia su lejana
tierra y desde entonces sólo tiene vagas noticias de Tehmimeh y del hijo que
les nació de aquella noche. Ese hijo, Sohrab, es bello y fuerte como un león y
cuando llega a la edad de diez años ya no encuentra quien quiera batirse con él
en toda la corte. El joven ansía realizar hazañas guerreras y junta un gran
ejército. Roustem llega al campo de batalla, porque se le ha requerido para
luchar, y, al saber que el ejército enemigo es mandado por un joven tan
valiente, tiene un pálpito de que pudiera tratarse de su hijo. Pero lo rechaza
enseguida, porque su hijo sólo puede tener muy pocos años y “en sus labios
habrá todavía el sabor de la leche”.
A la mañana siguiente, Sohrab contempla al ejército
enemigo, con sus estandartes extendidos. Un prisionero capturado le da detalles
de los jefes allí reunidos, pero elude dar el nombre de Roustem, porque teme
que el hermoso doncel lo ande buscando, por ser el más famoso, trate de luchar
con él y pueda resultar muerto en el encuentro. La belleza tiene esas
consecuencias: hasta un prisionero busca preservar la vida de su enemigo. Así
que el soldado capturado calla y oculta el nombre de Roustem, para proteger al
valiente y encantador joven. Roustem no ha venido, llega a decir.
Entonces el poeta, el narrador, Firdousi, viendo que
la fatalidad va a imponerse, escribe: ¿Cómo quieres tú, lector, cambiar lo que
tiene que suceder? ¿Cómo quieres tú gobernar este mundo, si es Dios quien lo
maneja? Es el Creador el que ha determinado, desde el principio, todas las
cosas. La suerte está escrita de otra manera, no es como Sohrab o Roustem, o tú
mismo, la hubierais querido. Por donde Dios te lleve, es preciso que tú le
sigas.
Llega la hora del combate. Al clarear el día la lucha empieza
y no habrá tregua. Roustem acaba clavando su puñal en el pecho de su hijo,
quien finalmente confiesa su estirpe, cuando está ya a punto de morir. El poeta
termina previniendo a los jóvenes, que piensan que la muerte les es ajena y
acecha sólo a los viejos: El soplo de la muerte es como un fuego devorador: no
se libran de él ni la juventud ni la vejez. ¿Por qué los jóvenes se despreocupan,
como si la vejez fuera la única causa de muerte? Para todos es preciso partir,
y sin tardar, cuando la muerte llega y empuja el caballo del destino”.
Lector, esto es ya muy largo. Te contaré en una próxima entrada algo
parecido, esta vez real y con el papel del azar más claro, que cuenta el
historiador Cornelio Tácito.
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