Me quedan dos cabos por atar de
mi entrada de ayer: una afirmación que querría matizar y otra que querría
explayar; enseguida las mencionaré. Cuando se escribe con espontaneidad, se
corren estos riesgos. Nada grave, porque también se tiene siempre la posibilidad
de corregir, de enmendar, de desdecirse, si fuera necesario.
Anduve bastante pesimista al
referirme al futuro de la humanidad y del mundo, aunque también dije que sin
razones definitivas. Alguien podría pensar que esto me mantiene permanentemente
en un estado de acedía o desconsuelo. No es así y en general suelo estar de
buen humor. El ser humano ha sido construido para soportar las desdichas, las
derrotas y hasta la desesperanza. Quizá sólo los que se demostraron capaces de
sufrir todas estas desventuras pudieron sobrevivir. Me entristece el dolor que
veo en tantas gentes, en tantas víctimas, pero lo que más me irrita y exaspera
es la desfachatez, la inmunidad de que gozan los causantes, los responsables de
tanto daño.
El azar, tantas veces el azar,
me hizo tropezar, después de escribir mi entrada, con este texto: “Más de una
vez habremos soñado, los que hoy vivimos (o sobrevivimos), en una tierra de
evasión, de refugio donde poder huir para hallar la paz. Esta tierra no existe
hoy. Desgraciadamente, no hay punto del globo donde se pueda vivir totalmente
alejado, aislado, de todas las calamidades que envuelven la tierra toda”.
Bueno, es más o menos lo que yo contaba; por lo menos, no soy el único.
Decía también que puedo ser muy
minucioso en la contemplación de algo. En mi entrada, había descrito con cierto
detalle unas secuencias del film Cabaret.
En el cine, las imágenes son lo que las palabras en la literatura. A veces hay
que detenerse, retenerlas, degustarlas. Se encuentran así cosas que se escaparían
de otra manera. Me gustaría fijarme hoy en otra antigua película de Chaplin, City Lights (Luces de la ciudad). Son antológicos los últimos fotogramas.
En ellos, la florista ya puede
ver y contempla la figura pobre y desaseada de Charles Chaplin, Charlot, a quien ella no había visto
nunca y al que imaginaba como un elegante y rico caballero. Lo reconoce al
depositar unas monedas de limosna en su mano y comprobar que es la misma mano
que le había ayudado a ella tantas veces. La desilusión de la chica es lógica,
pero también el espectador sospecha que quizá pueda quedar en la joven el
agradecimiento, la compasión, la ternura, por quien ha hecho tanto por ella,
hasta lograr que recupere la vista. Y los ojos de Chaplin —que apenas se atreve
a soñar con el milagro y se muestra tímido, desesperanzado y presto a alejarse
y despedirse de la persona a la que amó, ciega, y ahora piensa que ya no podrá
amar, vidente—, los negros y profundos ojos de un Chaplin viejo, sostienen un
juego sutil, sabiamente prolongado, del menesteroso que no espera un gozoso
desenlace de la situación, pero que empieza, todavía con incredulidad, a
intuir, a anticipar una felicidad posible. La gratitud, quizá el amor, triunfa
en la película, con un final, que podría haber sido el opuesto, pero que es el
que los espectadores de todos los tiempos y lugares desean, con toda seguridad.
El film, cualquier film, es mucho más que eso, pero eso también cuenta. Y para
captarlo, hace falta verlo con tiempo, con entrega, con apasionamiento, como
ocurre cuando se lee un buen libro.
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