Amigo lector (o
lectora), llevamos ya algún tiempo juntos y supongo que me conoces un poco.
Cuando alguien escribe, va descubriendo rasgos de su personalidad, aunque no lo
pretenda, aunque no quiera. Un blog no son unas memorias y mucho menos unas
confesiones, pero desvela algo o mucho del carácter de su autor. Hasta casi
más, porque las memorias y confesiones están escritas con la conveniente
cautela, si no con tramperías, mientras que en el blog van apareciendo las
cosas que ‘se te escapan’ sin querer, sin darte cuenta. ¿No crees que es así?
Hoy me gustaría adelantarme a
tus posibles sagacidades y contarte algo de mí. Tengo algunos años y vivo
relativamente despreocupado de bastantes de las urgencias del mundo y
explorando todavía su belleza. No me importaría reconocer esa como una nota de
mi carácter. Puedo ser muy minucioso en la contemplación o el análisis de algo,
porque tengo algún tiempo. Sobre unos pocos fotogramas de una película, como
con Cabaret en la pasada entrada,
puedo construir una historia o inventarme un personaje. En fin, en cierto
sentido podría ser calificado de esteta —sin que esto signifique ninguna
cualidad excepcional, sino una cierta disposición a buscar y exigir la belleza—
y se podría pensar que vivo tranquilo, gozando todavía de algún esplendor
fugitivo.
Algo de eso
puede ser verdad. Pero lo que quizá no sospeches es que ando ya muy
desilusionado. Recuerdo haber escrito, en mi adolescencia, algo así como: Es joven quien piensa que en el mundo
aletea, más o menos recóndita, la justicia. Si esa fuera la verdad, te digo
que no podría ser más viejo de lo que soy ahora. Casi ninguna arbitrariedad me
afecta a nivel personal, pero me irritan las que veo que sufren los hombres, en
todos los países, en las eternas guerras y en las efímeras paces. En aquellos
tiempos creía sinceramente que todo el descarrío del mundo era un desarreglo
temporal que podría tener solución. Como la vida me parecía interminable,
incluso pensaba que yo podría llegar asistir a esos cambios felices. Hoy no
espero ya gran cosa ni del mundo ni del futuro y siento a veces el áspero
regusto de la vida, su fatiga.
He visto muchas
desgracias, muchas injusticias, y calamidades que apenas puedo concebir. Muchas
son obra de los hombres, pero no todas. Sebastián Castellion (1515-1563), fue un
humanista protestante francés discípulo de Calvino, del que después se
distanció, que escribió el opúsculo De
haerectis (Sobre los herejes), publicado en 1554 bajo el seudónimo de Martinus
Bellius, en donde condena sin paliativos la tesis que justifica la ejecución
de los herejes. En su Prefacio se hace la siguiente pregunta, que otros
hombres, creyentes y no creyentes —más bien los creyentes; los no creyentes no
van a preguntar nada al Ser cuya existencia niegan— se formulan también: Si tú Cristo haces estas cosas o mandas que
se hagan, ¿qué queda para el Demonio? Este Castellion reaccionó valientemente contra la ejecución de
nuestro Miguel Servet por los calvinistas en Ginebra, el 27 de octubre de 1553:
«Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre.
[…] No se hace profesión de fe quemando a un hombre, sino haciéndose quemar
por ella», escribió.
Estoy
convencido, aunque tampoco tengo razones definitivas para afirmarlo, de que la
humanidad terminará aniquilándose, de una u otra manera. No veo el mundo
dirigiéndose a una meta de paz o harmonía, sino enderechándose a su
destrucción. Quizá por eso tiendo a refugiarme en el pasado. El presente es un
instante fugaz, evanescente. El futuro, a mi edad, no ofrece deslumbrantes
tesoros y deja poco sitio para las utopías. Sé bien que el pasado es todo lo
que no es, lo que ya no es, lo que pasó y no puede volver. Pero tal vez es la
única realidad verdaderamente humana, porque pertenece al que lo vivió con
intensidad.
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