Amigo lector,
en mi anterior entrada te animaba a recitar con el telón corto —el que no está
bajado del todo y su borde inferior queda a alguna distancia del suelo del
escenario— a tu espalda. Pero tengo que decirte la verdad: pensaba en otro.
Veía muy claramente, con una acuidad que el tiempo no ha logrado destruir, a
Manuel Dicenta, hace unos sesenta años. Recitaba en un teatro madrileño,
delante del telón corto, frente al público, el bello prólogo de Los intereses creados, de Benavente, con
aquella voz grave y rota, inigualable. Cuando se asiste a algo así, a los
dieciséis o diecisiete años, eso ya no se olvida, eso te queda para siempre. Y
te impone un canon, unas exigencias en tu apreciación artística frente a las
que no puedes hacer nada, sino obedecerlas y seguirlas. Es el pasado, tu
pasado, y es para siempre. Dicenta era un formidable actor que lleva demasiados
años muerto, desde 1974. Si eres joven, no lo conocerás; quizá sí a su guapa,
vivaracha y graciosa nieta, Natalia Dicenta.
Un poco de aquel
prólogo: “He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas
aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de
humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a
los más variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín
desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el
espetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar por
un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar
algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus
ocios horas y horas, engañando al hambre con la risa…”. Ahí está, para que lo
juzgues. Lee la obra cuando puedas.
Es mi pasado.
Cuando iba al teatro de claquero, de ilustre oficiante de la claque, institución
insigne nacida en los tiempos de Nerón, comprando aquellas entradas de precio
reducido, francamente aéreas, que el jefe de la claque vendía siempre en algún
bar cercano al teatro. Recuerdo que en otra ocasión, con familiares de Úbeda,
fuimos al famoso teatro Lara, no de claque, pero con entradas también de
altura. Mi tío se pasó llorando la mayor parte del tiempo —era una obra de
Calvo Sotelo, que hizo furor por entonces—. Aquellas profundas emociones se
trocaron en auténtico pánico cuando vimos, desde aquel barandal de la luna, a
otra familia ubetense, que estaba en el mismísimo patio de butacas. Y nosotros
allí, colgados del aire.
Es mi pasado.
El mismo que lleva a tantos viejos a querer dejar alguna especie de ‘memorias’,
para que quede la debida constancia de que existieron. Porque la vida, la de
cualquiera, está llena de hazañas, de heroísmos, de aventuras prodigiosas, de
recuerdos a los que embelleció el tiempo; también de derrotas de las que se
aprendió y se logró olvidar. Los antiguos dijeron que la vida era breve y el
arte largo. Te doy, lector, la cita entera —en latín, no en griego—, que está
en el principio de una obra del médico griego Hipócrates, sus Aforismos: Vita brevis, ars
longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium
difficile (la vida es breve, el
arte largo, la ocasión fugaz, el experimento peligroso, el juicio difícil).
En el fondo, la vida no es tan breve, a cada
uno de nosotros nos han sucedido miles de cosas. Es el mundo el que es enorme, absolutamente
inabarcable y preñado de otros mundos, igualmente infinitos. La facilidad
actual para viajar, para trasladarnos de un lado a otro del planeta, puede deslumbrarnos, engañarnos y ocultarnos nuestra menesterosa condición.
El pasado, que tiene también algo de
infinito, es acogedor, íntimo y tierno. Nos ha ido haciendo poco a poco; somos
lo que somos por él. Un escritor francés del que un día hablaré, Maurice Bedel
(1883 – 1954), ganador del premio Goncourt en 1927, escribió un libro titulado Plaisir
du passé, en el que recomienda: Aux jours de disette, tu recueilleras les
nourritures de ta joie dans le plaisir du passé (en los días de escasez, recogerás el alimento
para tu alegría en el placer del pasado).
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