Lector amigo,
mencioné en una entrada anterior a Eróstrato y describí algo del templo de
Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, a través de un texto
del francés Marcel Schwob, de quien prometí hablarte. Ya te conté de él que
murió joven, que es —en muchos casos, quizá en la mayoría de los casos, pero
tampoco en todos— lo peor que le puede ocurrir a uno. Como ya dijo el
discretísimo Sancho, con palabras que también te transmití a su tiempo: “la mayor locura que puede hacer
un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate,
ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.
Pero antes de empezar con
Schwob, querría contarte algo del llamado por algunos psicólogos ‘complejo de
Eróstrato’, que agrupa a aquellos individuos poseídos por la irrefrenable pasión
de ser famosos, de alcanzar universal e imperecedero renombre. Deriva esto,
aunque no necesariamente, porque no siempre la expresión del trastorno psíquico
es completa, de una excesiva apreciación de la propia valía, de la conciencia
de superioridad sobre el resto de los mortales, que demanda y exige por consiguiente el pase a
la posteridad, la inmortalización del nombre.
Te podría citar bastantes
ejemplos de esto, pero prefiero seguir con Cervantes. Don Quijote refiere a Sancho
(II, 8), después de haberle hablado de Eróstrato, algo que sucedió a Carlos V: Quiso
ver el emperador aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antigüedad se
llamó el templo de todos los dioses […] él es de hechura de una media naranja,
grandísimo en estremo, y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le
concede una ventana, o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima,
desde la cual mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un
caballero romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina
y memorable arquitectura; y habiéndose quitado de la claraboya, dijo al
emperador: Mil veces, sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra
Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna en
el mundo. Yo os agradezco, respondió el emperador, el no haber puesto tan mal
pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré yo en ocasión que volváis
a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os mando que jamás me habléis, ni estéis
donde yo estuviere. Se trata aquí, como vemos, de un complejo de Eróstrato
atemperado, vencible.
Hay muchos
ejemplos parecidos, pero trato de citar a Cervantes siempre que puedo. Es que,
en ese mismo capítulo, a don Quijote se le ocurre decir nada menos que esto:
¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los
vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no
trae sino disgustos, rancores y rabias (he
respetado siempre la grafía de la época).
Dejo, pues, unas
citas del mejor libro del mundo. Y con esto se ha ido el tiempo y el espacio
que suelo dedicar a estas entradas, por lo que no te podré decir nada más de
Marcel Schwob. Pero lo haré en otra ocasión y ahora, para seguir interesándote,
te diré que el primero que lo estudió fue un novelista y crítico de arte
francés, Remi de Gourmont (1858-1915). Ya entiendo que estos nombres no son de
gran actualidad, que muchos no son muy conocidos. Pero eso no debe apenarte, lector,
que el propio Gourmont escribió algo a propósito: “Saber lo que todo el mundo
conoce es como no saber nada. El saber comienza allí donde el mundo comienza a
ignorar”. Bueno, es un dicho más; los hay para cada ocasión. Lo cierto es que Borges se hacía
leer nuevamente este ensayo sobre Schwob, en Ginebra, antes de morir en 1986.
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