En mi anterior
entrada quizá pinté un cuadro demasiado rosa de las posibilidades de los
nacidos pobres para superar esa desventaja. Para conseguirlo, cuenta mucho la constancia en el esfuerzo. Y, naturalmente, no me refería a esa
pobreza excesiva e invalidante, que supone la marginación y conduce
forzosamente a la perpetuación en las generaciones siguientes. Esa es una
pobreza inadmisible e injusta, que no debería darse ya nunca en nuestras
sociedades avanzadas.
Hoy quiero
bromas y ensoñaciones amables. La igualdad perfecta no existe. Los que hemos
nacido más guapos, por ejemplo, hemos de llevar esta carga hasta el final.
Cuántas veces he deseado ser distinto para evitar el excesivo, a veces
intolerable, acoso de las mujeres. He sufrido mucho con eso (lector o lectora,
al revés te lo digo, para que me entiendas). Siempre he creído que, en este terreno también, lo más
importante para conseguir el éxito es la insistencia, la constancia. Virtudes que
adornaban singularmente a Blas, el carpintero.
Blas se
confesaba de vez en cuando con un cierto cura, que tenía un precioso reloj,
regalo de una hermana que lo quería mucho. Blas se acusaba siempre de dos cosas:
de ser un pesado, un pelmazo pegajoso, y de pecar todo lo que le dejaban con su
novia, a la que le pedía ya la prueba suprema del amor — ya me entendéis—. Es que
en cuanto la toco un poco, me encandezco, explicaba Blas al buen cura, en
impecable castellano. Y siempre le pedía también el reloj al cura: Padre, que reloj tan
bonito tiene usted. Démelo, padre, regálemelo. Y así una vez y otra. Tanto que
un buen día el cura, por no oírlo más, se lo dio. Se lo dio para siempre,
buscando la paz, la calma.
Gervasia,
graciosa y guapa —vamos, que estaba como un queso—, se confesaba con el mismo
cura. Y también tenía siempre el mismo pecado, las expansiones con el novio,
más allá de lo estrictamente permitido por la moral, por algún tipo de moral.
¿Habéis llegado al final?, le preguntaba el buen cura. No, pero me lo pide,
contestaba Gervasia. Y así siempre, una y otra vez. Hasta que un día, el cura
le preguntó quién era ese novio. Blas, el carpintero, respondió la pobre,
confiando en el secreto confesional. Cuando el cura oyó este nombre, le dijo
inmediatamente: Date por perdida, hija mía. No te salva ni la Caridad. Y
Gervasia marchó, en el fondo un poco tranquilizada, pensando que era imposible
luchar contra el destino y que tendría que otorgar lo que se le pedía. Que,
bien mirado, no era algo tan descabellado, inusual o desagradable.
Hoy es el
septuagésimo aniversario del desembarco de los aliados en Normandía. En esa
ocasión, un joven alemán, Heinrich Severloh, de veinte años, desde su posición
y disparando al final con dos ametralladoras, mató centenares de enemigos, no
se sabe bien a cuantos. Fue llamado la ‘bestia de Omaha’, el nombre del sector
de playa en que combatió. En el mundo de mis sueños, este soldado habría
levantado una bandera blanca y habría gritado: ¡Eh, boys, youngsters, soldiers! No
disparéis. Yo soy sólo un ‘mandao’ y ni sé por qué estoy aquí. A mí lo que me
gusta es vender encajes en la mercería de mi padre. Y, con la excusa de ver
cómo les quedan, se los planto en el pecho a mis clientas jóvenes y los muevo y arreglo,
para ver el efecto. Y siento que a algunas les hace gracia esto y se les
enternece la voz, como a mí. Eso es lo que yo quiero, estar en mi querida y bellísima Bamberg, vendiendo encajes a las mozas. No
disparéis, por favor.
Cuando terminó
de hablar, los impacientes invasores habían rebasado la posición del alemán, estaban
ya tierra adentro y no quedaba nadie en la playa. El soldado se quitó el pesado
uniforme, se desnudó del todo y se metió en el azul vibrante del mar. El agua
estaba limpia y templada, sin señal alguna de batalla, porque en las otras
posiciones había ocurrido lo mismo y no había habido combates. Heinrich dio
gracias a Dios por este desenlace y se vio ya en su Bamberg, coqueteando con
sus clientas de allí.
No fue así,
como lo cuento en esta imaginación mía. Hubo doscientas mil víctimas de ambos
bandos, entre muertos y desaparecidos. Y lo peor, lo trágico, es que no hemos
aprendido nada. ¡Descansen en paz por fin!
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