En mi anterior entrada mostré un
típico estudio de filólogo, representativo del quehacer de estos especialistas,
y señalé el gran espacio de opinión que queda para los legos, los no expertos.
Es una delimitación formal en la que insisto a veces y de la que ya hablé en
mis Apuntes sobre Literatura. Tomo
ahora un párrafo de esta obra mía:
“¿Hará falta, para juzgar sobre
la belleza y perfección de un soneto, saber que Pietro della Vigna (Petrus de
Vineis, 1190-1249) pasa por ser el inventor de esta fórmula poética, y que fue
muy probablemente Mellin de Saint-Gelais (1491-1558), médico, astrologo, poeta
y músico, quien la llevó a Francia desde Italia, en donde había vivido? ¿O que
fueron Garcilaso y Boscán los encargados de introducirla en España?
Cito a Della Vigna y no tengo
más remedio que hablar algo de este desgraciado personaje. Obtuvo del emperador
Federico II, del Sacro Imperio Romano Germánico, todos los honores y la más
absoluta confianza. Negoció en su nombre en Roma, con el mismo Papa, en Padua,
en Inglaterra, etc. Sin embargo, en el año 1249 algunos miembros de la corte
trataron de envenenar a Federico y este le creyó uno de los instigadores o
cómplices. Fue llevado a prisión en la ciudad de Pisa y allí le arrancaron los
ojos. Hablé hace poco en este blog de la crueldad y violencia infinitas de los
seres humanos.
Cuando, después de un año en la
cárcel, el emperador lo visitó, Pietro se arrojó a sus pies, implorando su
perdón o su piedad. No lo consiguió y entonces se lanzó de cabeza contra el
suelo y logró romperse el cráneo y escapar así de aquel infierno. A pesar de
este trágico destino, el Dante, en el Canto XIII su Divina Comedia, lo lleva de nuevo a él —hay muchos infiernos,
desgraciadamente— y le hace aparecer entre los condenados, en el Bosque de los
suicidas. Algunos han pretendido, sin fundamento seguramente, que Della Vigna y
el emperador fueron autores del herético y famoso tratado De tribus impostoribus (De
los tres impostores). Esa es otra historia.
Sigo diciendo en mis Apuntes: “Tener una idea de conjunto de
la historia de la literatura, de las infinitas influencias mutuas, es de gran
interés e importancia para juzgar una obra. Pero también lo es el análisis
individualizado y estricto de la misma, atendiendo sólo a sus peculiaridades y
méritos propios. Porque se puede enjuiciar un trabajo literario sin saber los
nombres de los lakistas o de los
integrantes de las diferentes Pleiades
que ha habido a lo largo de la historia o del grupo Bloomsbury, etc. O las distintas posturas, a veces muy extremadas y
rígidas, de ciertos críticos o literatos, como Boileau, Gottsched, Bodmer, La
Motte, La Chaussée, por referirme sólo a los más conocidos. O si Lomonósov debe
ser considerado el padre de la literatura rusa o no. O si Ossian existió
realmente o todo fue una invención de James Macpherson. Muchas de estas
cuestiones pueden hasta resultar un poco pueriles y no aportan datos de gran
relevancia a la hora de analizar una obra concreta”.
Lo que importa siempre es el
estudio honesto de cada caso, sin recurrir a lo que en inglés se designa como weasel words (palabras de comadreja). Son expresiones que
hacen suponer unos conocimientos o evidencias que no se tienen —el nombre viene
de la errónea creencia de que las comadrejas pueden sorber huevos sin romper su
cáscara, dejándola vacía, y el origen podría estar en Shakespeare, en Henry V y en As you like it—. Se incluyen aquí fórmulas retóricas, vacías como
esas cáscaras de huevo: ‘la inmensa mayoría de los autores’ o ‘es de sobra
sabido’ o ‘para mí, no hay duda’, etc., que dan a entender la veracidad de lo
que sigue en el discurso, basándose en una autoridad vaga e inexistente.
Lector, hay autores, hasta famosos, que prodigan estas inconsecuencias. Cuando
uno de ellos, cuyo nombre silencio, empieza con “en mi opinión, es seguro que”,
ya sé que va a decir lo que le venga en gana. Conste que se puede decir “en mi
opinión…”, si se añade enseguida, “aunque no existe evidencia alguna”… Si no la hay, claro.
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