Cuando el
espacio para escribir es limitado, uno tiene que tirar a menudo por la calle de
en medio y olvidar equilibrios y sutilezas. De Iradier, ya dije que tenía sus
sombras. Barbieri habla de él con desdén y sorna: “Fue autor, plagiario y
editor de canciones españolas que cantaba (dicen) con gracia. Hombre de gran
historia y de poca vergüenza”. A mí me conmueve pensar en la última etapa de su
vida, olvidado de casi todos, con graves problemas de la vista, refugiado en su
país vasco, en donde sí le recordaban, agasajado por un antiguo y fiel
discípulo, Antonio Ruiz de Landazábal. La paloma la escribió hacia 1863, dos
años antes de morir, y tuvo un éxito enorme, que el autor no conoció. El
destino puede ser cicatero.
Respecto a la
gloria, me molesta que tantos científicos y estudiosos, forjadores del progreso
de la humanidad, reciban menos aplausos en toda su vida que cualquier
farandulero que haya descollado algún tiempo. Los aplausos derivan, según el
zoólogo y etólogo inglés Desmond Morrris, de un gesto que existe entre los
primates y que sirve para mostrar apoyo y solidaridad. Estos animales golpean
repetidas veces el hombro del compañero para expresar esas emociones, de forma
parecida a como los humanos nos golpeamos amistosamente la espalda. Estando
alejados, el gesto se transformó en el choque de ambas manos. Plaudere en latín
significa golpear, batir y también aplaudir.
Del Instituto
Cardenal Cisneros de Madrid, donde cursé el Preuniversitario, se decía que
tenía categoría de Universidad por la gran calidad de sus profesores. A uno de
ellos, ya mayor, le aplaudíamos en clase, a lo que se oponía de manera
inmediata, alegando que se levantaba polvo y el ruido era desagradable. Para
otros, en cambio, es música celestial. Desde entonces he sentido rechazo hacia
esa forma de demostrar la admiración. Me parece más elegante el alzar las manos
y agitarlas suavemente, como parece que es habitual en las comunidades de
sordos. En un teatro alemán, me tuvieron aplaudiendo quince minutos a una
compañía de ballet y juré no ir más a algo así en ese país. En España
aplaudimos menos, por indolencia natural y porque sabemos muy bien que, si
quisiéramos, podríamos hacer lo que sea mucho mejor que la persona aplaudida.
Yo sabía que el
profesor de instituto del que hablo tenía un hijo médico en su ciudad natal,
una de la vieja Castilla. Una Semana Santa fuimos allí y una señora nos cedió
amablemente unas sillas para ver la procesión. Por hablar de algo, le pregunté
si conocía al médico en cuestión y me contestó como el rayo: “No lo he de
conocer, si mató a mi marido”. No dije ya una palabra más.
Otro profesor
era un personaje curioso y algo extravagante, inteligente y buen conocedor de
la literatura española, Ernesto Giménez Caballero. Había sido uno de los
fundadores de Falange y era levemente crítico con el Régimen. Lo mandaron de
embajador a Paraguay y allí estuvo catorce años. El general de entonces las
gastaba así. Al marchar, en un acto de despedida en el propio Instituto,
presidido por el ministro de Educación, el profesor le dijo: “Ministro, ya
sabes que te quiero, pero quiero mucho más a mis alumnos”. Cuando se oye algo
así, a los quince años, eso no se olvida. ¡Dios mío, decirle eso, en su cara, a
un señor ministro! En verdad, el mundo era sorprendente.
Vengo de una
familia modesta y he tenido suerte. He vivido algún tiempo en un palacio
italiano del XIV, hice el servicio militar en, comparado con otros campamentos,
otro palacio (Milicia Aérea Universitaria), donde no era fácil entrar, he
vivido en lo que parecía entonces la capital del mundo, he podido aprender
algún idioma... Escribo esto para que lo sepan chicos jóvenes de extracción
social parecida. Es una desventaja que no resulta imposible vencer y ni
siquiera requiere un exagerado heroísmo. No me gusta que la gente presuma de
pobre —ni de rica, ni de nada—, cuento simplemente la realidad. Y me encanta lo
que dijo aquel paje, Florisel, del marqués de Bradomín, que ya cité más veces:
“Al que sabe ser humilde, en todas partes le va bien”.
Mi humildad se
hace añicos cuando topo con vanidosos y esnobs. Con ellos hasta soy capaz de
engallarme, aunque luego me arrepienta y me sienta incómodo. Soporto mal, como
tantos otros, la mala educación de algunas gentes.
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