Lector, anuncié
que iba a hablar de ciertos temas enjundiosos y no lo olvido y lo haré. Pero
hoy quiero hablar de cosillas que pienso, poco importantes; en este contexto,
hasta puede que cuente algo de mí. Y contestaré a un comentario reciente en
este blog.
Esto último, lo
primero. Me pregunta una lectora que cómo puede encontrar mis obras, esas que
alguna vez menciono. Es muy fácil. Inmediatamente debajo de la foto de portada
de este blog —un barco navegando en la sobretarde—, hay tres pestañas. La de la
izquierda es la del propio blog; en medio está mi pagina de autor en Amazon, en
donde están todos mis libros y se pueden comprar, si está de Dios; a la
derecha, mi página de autor en el portal de la Complutense, con algún libro mío
más, porque se incluyen los agotados, los no venales y los aún no publicados.
En las dos páginas hay una somera descripción de estos libros (nunca de mis
libros de medicina).
Y empiezo con
mis cosas. Ya escribí que no soporto a los vanidosos, que me parecen también un
poco tontos. Lo he sentido siempre así. En muchos casos, el propio mecanismo
que lleva a la gloria está diseñado perversamente. Siempre pongo el ejemplo del
tour de Francia. Después de tres o cuatro mil kilómetros de carrera, resulta
que uno ha llegado un minuto antes y es el ganador. Bueno, alguien tiene que
ganar… Pero no es para presumir demasiado, pienso yo. Sobre todo, si se tienen
en cuenta los mil avatares del recorrido que han podido influir en el
resultado. Y otras cosas. Imagina, lector, que el segundo de la clasificación
es más guapo, o más listo, o más bondadoso, etc., que el primero. Yo preferiría
entonces ser el segundo. O el tercero, o el cuarto… A qué viene entonces eso de
presumir tanto por ser el primero.
La gloria, la
fama, se le escamotea constantemente a mucha gente. Pienso en las canciones,
las populares (con la música clásica no ocurre). En general, la mayor parte de
ellas nos gustan por la canción en sí, más que por el cantante que las
interpreta, aunque la labor de este no sea desdeñable en absoluto. Pues ocurre
que, en muchísimos casos, se conoce muy bien a los cantantes y poco o nada a
los compositores —cuando se trata de un cantautor, no existe este
problema—.Pondré un ejemplo, de los innumerables. La habanera La paloma es una bella y famosísima
canción, cantada por toda clase de intérpretes. ¿Sabe mucha gente que el autor
fue Sebastián Iradier?
Resulta,
además, que Iradier (1809-1865) fue un personaje célebre, cosmopolita, vividor,
simpático, dandi, autor de muchas obras, que murió casi ignorado, vuelto a su
país vasco natal. También tendría sus sombras, naturalmente, como todo el
mundo. La paloma es de 1860. Y
también es suya otra habanera, El
arreglito, incluida en la ópera Carmen,
de Georges Bizet—L’amour est un oiseau rebelle—, porque este pensó que era una
canción popular, sin autor. Lo que podría ser verdad, ya que Alfredo Kraus
parece que dijo que pertenecía al folclore de Gran Canaria. Más a mi favor, al
sustentar que mucha de la ‘gloria’ se escapa de sus legítimos acreedores, porque
en lo popular también hay siempre un autor o autores. La letra de la habanera,
en la ópera, tiene cierta gracia, pero pocos sabrán el nombre de los
libretistas, Ludovic Halévy y Henri Meilhac. Los menciono a ambos en mis Apuntes de Literatura y del segundo digo
que fue “grande, buen hombre, vividor y tan amante de las mujeres que se quedó
soltero”.
La
bohème (1966),
otra bella y muy famosa canción, una de las nacidas, en los años sesenta, de la
colaboración del compositor Jacques Plante y del propio Aznavour. Plante
escribió también para Line Renaud, Yves Montand, Eddie Constantine, Pétula
Clark, etc. ¿Mucha gente ha oído hablar de Jacques Plante? Injusto, ¿no?
Y, como ocurre
siempre, ya van unas líneas y hay que parar. Quedan pendientes los temas que
prometí, pero en la próxima entrada todavía seguiré hablando de estas
pequeñeces que me han ocupado hoy. Espero que hayan distraído y hasta hayan
hecho pensar un poco en estas livianezas que he escrito.
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