Lector,
lectora, lectores —esta vez, excepcionalmente, empezaré así, para que nadie
pueda sentirse excluido—. No lo haré más. Me chirría el cerebro, cuando oigo a los
políticos dirigirse a los ciudadanos y ciudadanas, compañeros y compañeras… Se
llegó hace tiempo a la convención de que el masculino plural engloba a los dos
géneros, salvo en casos en que importe mucho descartar cualquier posible ambigüedad.
Es una convención, como tantas otras, de la sociedad y aun de la ciencia. Lo de
lector, en singular, aplicado también a lectora, no está tan establecido, pero
ya expliqué que en este blog será así y no me voy a desdecir.
Prometí hablar
de vientos y lo voy a hacer, lector, hasta que te aburras. Me tomaré algunas
libertades y lo voy a hacer a mi manera, con las divagaciones pertinentes, apartándome
tal cual vez del camino recto. Es verano y querría ser especialmente ameno e
íntimo; contarte algunas cosas que me pasaron en la vida. Porque quizá te hayan
pasado a ti también, para meditarlas juntos. Escribiré lo que se me vaya
ocurriendo cada día, sin un plan, sin pensar en el mañana. Un proverbio japonés
dice, y ya empezamos, que el “viento de mañana soplará mañana”.
La primera vez
que hable de un cierto viento, fue en una reunión de antiguos compañeros
médicos, formados todos en un determinado hospital madrileño. Todavía
nos acompañaban algunos de nuestros maestros y, después de la comida, cada uno
de nosotros encadenó unas sencillas palabras. Yo había leído algo en Herodoto
que me apeteció contar. Era de un viento.
Un viento al
que los psilos (hay otras grafías)
—un pueblo de Libia, que ocupaba las orillas de la Gran Sirte (actual Golfo de
Sidra)— llamaban Noto. No existían ya
en los tiempos de Herodoto, quien escribió que “desaparecieron durante una guerra
contra el viento del Sur”. Sí, lector, los psilos declararon la guerra a ese
viento maligno que había secado por completo las cisternas y pozos de su país y
los dejó sin una gota de agua. Celebraron consejo y decidieron ir a luchar
contra el viento felón. Cuando las tropas, en el debido orden de batalla, con
las espadas en alto, preparados para el combate, llegaron a un territorio de
dunas, aquel viento arremetió contra ellos con tal violencia que los enterró a
todos y perecieron bajo las arenas, según fuentes libias.
Cerca de ellos vivían
los nasamones, sigue Herodoto, de
extrañas costumbres. Cuando uno de ellos tiene ganas de una mujer, planta su
bastón ante ella y la toma, sin más trámites. Bueno, esto hasta puede
entenderse, cada pueblo se lo monta como quiere. Además, en nuestras modernas
sociedades, hay sitios en donde pones un billete de cien o doscientos euros y
también puedes tomar una mujer sin más requisitos, digo yo. Lo de sus bodas es más
chocante, porque la costumbre exigía que la novia se acostara con todos los
comensales en su noche de bodas, al recibir los regalos. Esto
es ya excesivo, claramente una barbaridad. Lo único bueno que puede deducirse
de tales costumbres es que, seguramente, a estos nasamones no les quedaba mucho
tiempo para, o ganas de, guerrear. Probablemente eran gentes pacíficas, que
preferían el amor a la guerra, y no se metían con nadie. En el fondo, si te
pones a mirar de manera imparcial, todo tiene sus ventajas y sus
inconvenientes.
Más al sur
estaban los gazamantas, el pueblo más
extraño del que tengo noticia. Según Herodoto, no poseían ni una sola arma de
guerra y no sabían defenderse. En toda mi vida no he encontrado a nadie que no
sepa defenderse. Al contrario, lo hacían todos muy bien y también sabían atacar
muy pasablemente. Eran seres humanos normales.
Lector, te he
hablado ya de dos vientos: el puñetero Noto, nada de fiar, como otros que te
referiré pronto, y el viento japonés que sopla al día siguiente, cuando le
toca; ni antes, ni después. Que tengas un feliz verano.
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