Hablé en mi
entrada anterior de una comida de antiguos compañeros médicos, hace tiempo, en
la que estuvieron algunos de nuestros primeros maestros. Hoy esto sería
imposible ya que no vive ninguno de estos y hasta falta algún compañero. Todo
esto me desazona; no soporto nada bien la muerte de mis amigos y pienso que el
mundo se está poblando de desconocidos. Cuando voy a los lugares en que
trabajaban, me sorprende no encontrarles allí y los veo ocupados por gente que
no me conoce y que me parecen verdaderos intrusos. Es lo que más me irrita de haber llegado a una cierta edad. Me acuerdo entonces de un
pasaje de un relato mío, El reino de Ta,
que reduzco y copio:
“El rey Piasta,
de edad ya avanzada, quiso viajar a Tirnanoge, la tierra de la perpetua
juventud, nunca visitada por la Muerte. Se acercaron a él unas hadas y le
preguntaron: ¿Estás seguro de que te gustaría seguir viviendo, cuando ya hayan
muerto tus caballos y tus canes, los maestros que te guiaron en la vida, las
mujeres que te dieron su amor, los armados compañeros de las batallas? ¿Te
gustaría vivir en un mundo en el que no tendrás a nadie con quien compartir un
recuerdo de infancia y mocedad? El rey meditó las afiladas preguntas de las
hadas y, después de pensarlo mucho, decidió no ir a Tirnagoge, y dejarse morir,
cuando le llegase su hora”.
En alguna de
esas muertes no dejó de estar presente la irremontable tristeza, la propia voluntad
de acabar. El más asequible y más querido de nuestros mentores tuvo un final
inesperado y trágico. Algún tiempo antes yo había estado comiendo a solas con
él, notorio fumador, y pudo más el afecto que el respeto que seguía
inspirándome. Le pregunté, de la manera más amable, por qué no lo dejaba. Me
contestó educadamente y ahora creo que debió de pensar: ¿Qué más da ya, qué
importa ahora? Si yo hubiera sospechado lo que vino después, ¡cuántas cosas
habría podido decirle! Tres de los dioses griegos estaban asociados a la
locura: Até, Manía y Dionisos. Los helenos pensaban que no andaban lejos los
dioses cuando la locura estaba cerca. Yo pienso que, en la locura a la que me
refiero, lo que está casi siempre presente es la ingratitud, la injusticia y una
cierta incapacidad para sufrir. Espero que en la apocatástasis —si Orígenes
acierta en sus predicciones— encuentre otra vez a este profesor amigo,
regresado de la muerte, feliz y seguramente fumando.
Ya dije que me
permitiría ciertas licencias, por ser verano, y no he hablado nada de vientos.
Para enlazar con el tema de ayer, diré algo más de los psilos, aquellos
valientes que decidieron luchar contra el viento del Sur. Cuenta Plinio el Viejo, en su
Historia Natural (libro VII, cap.
II), que su cuerpo “tenía ponzoña natural, mortífera contra las serpientes y,
ansí, con sólo su olor, las adormecían. Tenían costumbre de echar sus hijos en
naciendo a las más crueles dellas y desta manera hazer prueva de la castidad de
sus mujeres, porque las serpientes no huían de los adulterinos. Fue esta gente
destruida de los nasamones […] aunque todavía quedaron y aún hoy día permanecen
algunos pocos de aquel linage”. No habla de guerra contra ningún viento malvado.
Otros autores señalan que estos psilos tenían gran habilidad como encantadores
de serpientes. Cassius Dio, en su Historia
de Roma, revela que Octavio buscó a alguien de los psilos para que
combatiera el veneno de serpiente con que se había suicidado Cleopatra.
Notarás,
lector, que el texto de Plinio está en castellano antiguo; es la traducción del
latín que hizo Francisco Hernández de Toledo, un gran médico y botánico español
del siglo XVI. Procede de manuscritos existentes en nuestra Biblioteca Nacional
y acoge sólo los veinticinco primeros libros, de los treinta y siete de Plinio.
Con los doce libros finales, procedentes de la traducción que el también médico
Gerónimo de Huerta hizo de la obra entera y publicó en 1624, forman un hermoso
libro de Visor Libros, de 1999. No
todo va a ser Internet, Wikipedia y presentación digital, claro.
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