3 de julio de 2014

De los diversos vientos (V)


Ayer hablé de vientos tenaces y felices que llevaron a descubrir tierras ignoradas y portentosas. Ahora querría entretenerme con vientos caprichosos, erráticos, de efectos prodigiosos, y de cómo los humanos se han relacionado con ellos.

Con los vientos amigos, los hombres han sabido corresponder. Turios fue una ciudad de la Magna Grecia y cuenta el historiador griego Pausanias que cierta vez, cuando venía contra ella una imponente armada enemiga, se desató un fuerte viento del Norte, el Bóreas, que la dispersó y alejó. La ciudad declaró al viento polites —es decir, lo hicieron ciudadano de la misma— y junto al nombramiento le regalaron una casa y una viña y una buena tierra de labranza. Es que Bóreas, además, fecundaba a las yeguas cuando soplaba sobre ellas y eso también es de agradecer.

Bóreas no era el único con estas habilidades. Plinio y otros autores cuentan que en Lusitania, en los alrededores de Olisipon (actual Lisboa) y del río Tagus (Tajo), las yeguas, vueltas hacia el viento favonius, respiran sus fecundantes auras y quedan preñadas. Con la particularidad de que los potros así engendrados salen rapidísimos en la carrera, si bien tienen una vida corta, inferior a los tres años.

Estas cosas parece que antes eran muy corrientes. Los caballos del rey tartesio Arganthonio eran tan ligeros por ser hijos del viento, que fecundaba a las yeguas cuando volvían la cabeza para evitar que les irritase los ojos. Ofrecían entonces la grupa y ocurría el milagro. Incluso a los vientos hay que darles ciertas facilidades.

Y no eran sólo las yeguas. Se cuentan cosas análogas de las amazonas que habitaban en las tierras del nuevo mundo. Estas iban siempre desnudas, lo que no es mala manera de empezar estos asuntos, y también concebían gracias al viento. Su reina se llamaba Coñorí y no iba desnuda, sino que iba vestida de esmeraldas.

Estas amazonas parece que existieron. El explorador Francisco de Orellana, que atravesó el continente desde Quito al Atlántico en una de las expediciones más portentosas de la conquista, dio nombre al río Amazonas, porque supo de estas mujeres. Fray Gaspar de Carvajal, miembro de la expedición, fue testigo de su valor y arrojo y fue herido por ellas de un flechazo que le hizo perder un ojo. Al llegar los españoles, los indios pidieron ayuda a las amazonas y llegaron diez o doce. Cuenta Carvajal que “estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios”.

Orellana se interesó por estas mujeres que ayudaron a los indios. Estos le dijeron que residían como a siete jornadas de la costa. El español —porque no sabía, o no se creyó, lo del viento— preguntó como procreaban sin hombres. Y contestó el indio que “en tiempos y cuando les viene aquella gana”, hacen guerra con un cacique vecino y raptan a los varones, reteniéndolos hasta que quedan embarazadas; luego los devuelven.

Un soldado alemán al servicio de España, Ulrico Schmidl, autor de Viaje al río de la plata, y el cronista y sacerdote Juan de Castellanos, que escribió Elegías de varones ilustres de Indias, con unos 114000 versos en octavas reales, las mencionan igualmente. Este último  refiere que un indio dijo a Orellana dónde vivían estas ‘maniriguas’, con fama grandísima de guerreras. Me imagino que alguno de nuestros conquistadores pudo preguntar entonces: Señor Indio, ¿y sabe usted, por un casual, si las señoras amazonas están ahora en el tiempo en que les viene aquella gana?, con la sana intención de ayudar, pero no veo esto reflejado en ninguna crónica.

Seguiremos hablando de vientos, de los muchos y diversos vientos.

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