Quiero hablar de vientos y trataré de no extraviarme. Hay
centenares de ellos, pero sólo me referiré a los que tienen alguna historia o
leyenda aneja, algunos de los cuales aparecen a lo largo de los nueve libros de
la Historia de Herodoto (o Heródoto)
de Halicarnaso (484-425 a. C.), de quien no diré nada más.
Ya vimos cómo el
viento Noto arrasó a los psilos. Los vientos pueden ser terribles y en lengua
castellana la expresión “correr malos vientos” indica que las circunstancias no
son favorables para lo que sea o para nada. Cuando los persas de Cambises II
fueron enviados a luchar contra los amonios, hacia el año 525 a. C., se
dirigieron desde Tebas de Egipto hasta la ciudad de Oasis, habitada por los
Samios —sigo el texto de Herodoto— para proseguir después hasta su objetivo
final. Eran unos cincuenta mil soldados; jamás llegaron a su meta y ninguno de
ellos retornó. Leyendas de los propios amonios cuentan que, cuando el potente
ejército persa estaba a media distancia entre Oasis y los elusivos enemigos,
en medio del desierto y sin saber qué dirección tomar, un violento viento del
Sur los sorprendió mientras comían y los enterró en la arena, de manera que
nunca más se supo de la enorme tropa. Muchos exploradores han buscado los restos
de la misma —entre ellos el famoso conde Almásy—, sin que hasta ahora se haya
encontrado nada realmente definitivo.
Lo de luchar
con armas contra el viento parece algo casi frecuente cuando se leen las
historias antiguas. En el sur de Marruecos, había también un viento, el aajej, frente al que los fellahin (los campesinos) se defendían
con cuchillos. Y el hijo del faraón Sesostris, Pheros —Herodoto aclara que esta
es una historia de oídas—, muy poco después de recibir el trono, tuvo un
accidente, que narro enseguida. El Nilo había llegado a una altura sin
precedentes y había inundado los campos. Entonces se levantó un viento furioso
que agitó las aguas del río y provocó un gran oleaje. Pheros enloqueció de ira,
asió su lanza y la arrojó contra los remolinos del río. Inmediatamente quedó
ciego, castigado por el viento.
Estuvo ciego
diez años, hasta que un oráculo de la ciudad de Butona le comunicó que había
terminado el tiempo de punición y que en adelante podría ver, si se lavaba los
ojos con orina de una mujer que hubiera conocido sólo a su marido, a ningún
hombre más. Inició el tratamiento con su esposa, pero continuó ciego.
Probó fortuna, sin éxito, con muchas otras y, al fin, cuando recuperó la vista,
reunió en una ciudad, Eritrebelos, a todas las mujeres con las que hizo el
experimento, excepto la que le había curado, y “mandó quemarlo todo: mujeres y
ciudad”. Se casó con la mujer que le había devuelto la vista, lo que siempre es
un castigo menor que quemarte. Digo yo.
Los vientos en
el mar no son menos dañinos, aunque depende de para quién. Los atenienses,
estando en guerra con los bárbaros, sigue contando Herodoto, tenían sus barcos
anclados en Chalkis, en Euboea, y ofrecieron sacrificios a Bóreas, el viento
del Norte, para que les ayudara en la lucha. Es que Bóreas estaba casado con
Oreithuia, hija de Erechtheus, y nacida en Ática (una paisana, vamos) y eso les
hizo pensar que el viento les ayudaría. Y así ocurrió, porque Bóreas parece que
era un viento que hacía caso siempre, o por lo menos algunas veces, a su mujer.
Mira, lector, cayó Bóreas sobre los bárbaros y arrojó sus barcos contra el
monte Athos como si fueran plumas. Se dice que destruyó trescientas
embarcaciones y que murieron más de veinte mil hombres. Unos atrapados por los
numerosos monstruos que hay en aquel mar, otros despeñados contra las rocas,
otros porque no sabían nadar y se ahogaron, otros por el frío.
Lector, hay
vientos más amables. Los pilotos arábigos guardaban algunos de ellos en tubos
de plata y los abrían cuando, ya mayores y retirados forzosos del navegar,
tenían añoranza de la mar. Lo cuenta Álvaro Cunqueiro en Los otros caminos. De esos vientos amigos, te hablaré otro día.
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