Hablé ayer de
vientos rudos, violentos y belicosos, frente a los que los humanos se rebelan y
luchan con todas sus armas. No todos los vientos son así, afortunadamente.
Algunos son pertinaces, pero llevan a países bellos y remotos. Como aquel
viento del Este que trajo al navegante Kolaios de Samos hasta Tartessos. Algunos
llaman a este griego el Colón que descubrió España. Cuento un poco.
La narración se
la debemos otra vez a Herodoto. Navegaba Kolaios desde su isla de Samos a
Egipto, cuando el viento lo desvió a Platea, junto a la costa que se llamó
Kyrenaiké (Cirenaica), en la actual Libia. Se encontraron allí con un tal
Koróbios, un cretense comerciante en púrpura, guía de los griegos de Thera
(Santorini), que querían establecer una colonia en el territorio. Tras una
corta estancia, estos samios, con Kolaios a la cabeza, se dieron a la mar, con
rumbo de nuevo a Egipto.
Y volvió a
ocurrir lo mismo. Otra vez el viento del este, el apeliota, sopló tozudamente durante muchos días seguidos y llevó la
frágil nave hasta más allá de las columnas de Hércules, hasta las orillas de
Tartessos. Allí comerciaron con los naturales del país y volvieron por fin a
Samos, a donde arribaron felizmente, después de haber obtenido fabulosas
ganancias en ese primer trato con los tartesios. El viaje fue tan provechoso
que, con el diezmo debido siempre a los dioses, los marineros de Kolaios
costearon un enorme caldero en bronce, adornado con cabezas de pájaros
fantásticos, y un enorme trípode, representando tres gigantes. Este valioso ex voto fue llevado al famoso templo de
Hera en Samos, el Heraíon, uno de los
tres templos jónicos más suntuosos del mundo heleno.
Del mismo modo,
Tlepólemos y sus hombres, por el soplo constante del viento del Este, fueron
arrastrados desde Creta a las islas baleáricas y Tartessos. Otros héroes del
ciclo troyano, como Menestheús, Teúkros, Okéllas, también vinieron hasta
España. Por no hablar de Ulises, al que igualmente se le atribuye haber pasado
por nuestra península. Debió de haber muchos viajes como el de Kolaios en el
siglo VII a. C., de foceos, calcidios y samios, que llegaban a España, en busca
de mercados, de metales, para comerciar con bienes de todo tipo. Hay hallazgos
arqueológicos que confirman estos intercambios, como el casco griego, de factura
corintia, encontrado cerca de Jerez y que se puede fechar hacia el 630 a. C.,
en el período tartésico.
La aventura de
Kolaios coincide con el establecimiento de otras colonias en puntos del
Mediterráneo occidental: Selinoús e Himera, en Sicilia; las colonias achaias de
la costa oeste de la península italiana, Medam y Poseidonia. Es la misma época
de los viajes de los púnicos, establecidos estos en Ibiza hacia el 654 a. C. No es
extraño que Herodoto no mencione al rey Arganthónios en el viaje de Kolaios,
porque debió de ser algo anterior al comienzo del reinado de aquel, que se
sitúa hacia el 630 a. C. El viaje de Kolaios fue sólo un anticipo de los
realizados un poco más tarde por los foceos, cuando buscaban establecerse más
permanentemente en el mediterráneo occidental.
La narración de
Herodoto nos da el nombre de este navegante griego, Kolaios de Samos, que
descubrió España. Y con la mención de este viento apeliota, que llevó a lo
maravilloso y desconocido a algunos marineros griegos, termina la entrada, el post, de hoy. Una última cuestión: ¿cómo
se sabe que el viento que nos llega en un cierto momento de nuestra vida es
bueno, es venturoso? Lector, el corazón lo sabe. Cuando algo nos alegra y nos
invita a señorear el mundo y amarlo, es que ese viento es bueno. Solo tienes
que preocuparte, eso sí, de que no sea malo para nadie.
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