David no
acababa de creer lo que estaba sucediendo. Juzgó oportuno pedir algún consejo y
ayuda, y le contó la rara propuesta al Secretario del Ayuntamiento, una persona
de mediana edad, ecuánime e inteligente. Este Secretario, enamorado de su
nombre, Roberto Enrique, y que se había jurado no contestar jamás a quien no lo
dijera completo al dirigirse a él, era un gay manifiesto, que estaba no ya
orgulloso sino orgullosísimo de su condición y la proclamaba sin tapujos, en
busca de gentes de aficiones parecidas. Dentro, eso sí, de la más exigente
legalidad, exponiendo esta peculiaridad suya sólo a gente adulta, facultada
para tomar decisiones responsables. El Secretario quedó en parlamentar con los
promotores de la insólita solicitud.
Se reunió Roberto
Enrique con los tres jóvenes. Enseguida, estos enfatizaron el carácter
estrictamente democrático de su petición. No somos sólo nosotros tres, dijeron,
en nuestro pueblo hay un clamor general de apoyo a nuestra idea, que no se
puede acallar ya. Nadie podrá objetar el espíritu radicalmente democrático del
asunto.
— Pero,
hermosos míos, argumentó con cierta sorna el Secretario, con muy contenida
coquetería y con la facundia típica de muchos de su condición, ¿de qué
democracia habláis? ¿Os referís a la democracia directa de las ciudades-estado
griegas? Porque esa estaba bien para pequeños grupos humanos, para aquellas
poblaciones en las que los votantes eran pocos y ni las mujeres ni
los esclavos votaban. Si os referís a la democracia representativa, entonces
han de ser los legítimos representantes de la comunidad los que tendrán que
avalar la resolución. Pero, además, nosotros vivimos en una democracia
constitucional, en la que existen restricciones y reglas, para garantizar los
derechos individuales y colectivos, que han de ser respetadas. ¿Cuál es vuestra
democracia?
— ¿Y cuál es la
suya?, contestó Jordi, uno de los tres demandantes que era un mocetón rubio
guapísimo, que le pareció al Secretario como venido de un ensueño feliz, de un paraíso aún por descubrir, y
frente al que quedó momentáneamente paralizado, derrotado, anonadado, silencioso y tímido.
¿Es democracia que para resolver un problema catalán tenga que intervenir un
señor de Huelva? Si el problema es de Porrosillet, son los ciudadanos y
ciudadanas de Porrosillet los que han de decidirlo. ¿Qué pintaría allí un señor
ajeno, aunque fuera de la propia Terrassa?
El Secretario,
repuesto ya de su pasajero deslumbramiento, le contestó, poniendo suavemente su
mano sobre la del joven, que la tenía apoyada en la mesa, como para serenar sus
ideas; gesto al que este no dio mayor importancia, acostumbrado desde niño a
que todo el mundo, hombres y mujeres, quisiera tocarlo, porque era
verdaderamente un querubín: Pero Jordi, hermoso mío —y este hermoso no era el
meramente retórico anterior, sino que brotó de un venero muy profundo del
alma—, eso podría servir para asuntos pura y exquisitamente locales, no para
ámbitos más amplios. ¿No comprendes que un país así sería ingobernable?
Habría,
prosiguió el Secretario, leyes diferentes y cambiantes para cada región, para cada ciudad,
para cada villorrio. Tiene que haber un marco legal inviolable, que garantice
una cierta uniformidad, un cierto orden. El mundo, querido Jordi, no son unos
cuantos montes, valles y danzas, por entrañables que sean. Al mundo hay que dotarlo de equilibrio y
harmonía, hay que poblarlo de frontones y capiteles griegos, de belleza clásica
y universal. Y de derecho y normas romanos, de estabilidad y seguridad
jurídica. Están, además, los compromisos adquiridos y la prudencia, que muestra
que los estados de opinión son mudables y giran con los vientos de la historia.
Y, volviendo a más terrenales asuntos, ¿habéis contado con la voluntad del
marido? ¿Y con la propia Montse? Porque ella tendrá también algo que opinar,
digo yo.
Ella tendrá que
someterse a la voluntad popular. Un ciudadano o ciudadana, por importante o
valiosa que sea, ha de supeditarse a los dictámenes del pueblo
soberano —estas tres palabras se le agrandaban en la boca—, que están por encima
de su opción o de sus pronunciamientos personales, sentenció otro de los
chicos. El pueblo es el que detenta el poder. Es la democracia, señor
Secretario.
Es justamente
al revés, se rebeló Roberto Enrique. Cumplidos unos requisitos básicos, que sí
obligan a todos, nada puede suplantar a la voluntad de la persona, que está por
encima de cualquier presunto derecho de la sociedad o del Estado. Ese es el
auténtico liberalismo y la verdadera libertad, conseguida trabajosamente a lo
largo de siglos de luchas y sufrimientos. La persona es libre e inviolable, no
sometida a ninguna voluntad ajena. Desconfío de los que predican o sugieren
cómo han de ser los buenos ciudadanos, de no importa qué país o región.
Nosotros,
argumentó el tercero de los chicos, seguimos las teorías y normas del nuevo
partido, el DCC (Democracia Catalana Circunstanciada), que tiene en cuenta las
circunstancias de los asuntos políticos y predica que el ámbito de decisión
debe restringirse al de los afectados por lo que se haya de decidir. Y me
refiero, naturalmente, a los afectados directos, no a quiméricos afectados
indirectos. El líder de la DCC acaba de declararlo muy recientemente.
El Secretario
había oído las declaraciones de dicho líder, persona de aspecto ligeramente
elefantino —esto no puede molestar a nadie; al Dios de la Sabiduría y la
Inteligencia en el panteón hindú, Ganesha, se le representa con cuerpo de
hombre y cabeza y trompa de elefante—, y con pinta de menestral de tienda de
ultramarinos —esto puede molestar aún menos, cuando empieza a señalarse por
algunos, como hecho diferencial del ciudadano catalán, su aprecio y devoción
por la menestralería—, a quien se le adivina lento en cualquier cosa en la que
un ser humano pueda ser lento; es decir, moviéndose, hablando, pensando, razonando. En cierta ocasión, este líder recurrió a la anáfora,
un recurso estilístico grato a los oradores, para ensartar los siguientes
juicios, de progresiva irrealidad e incertidumbre: “La independencia es
posible, la independencia es conveniente, la independencia es necesaria”. Así,
sin una duda, sin un titubeo. Ni por un momento debió de pasar por su cabeza la
posibilidad de que alguna o todas esas proposiciones pudieran ser discutibles o
falsas.
A este líder se le
veía a menudo con otro político soberanista que, para el Secretario, era la
refutación viviente e inapelable de cualquier presunto hecho diferencial, ya que no
podía dejar de representárselo como un agraciado chulapo madrileño, vestido con
gorra a cuadros, chaqueta ceñida de espiguilla, pantalón negro ajustado, pañuelo
blanco al cuello y clavel en el ojal, arrancado de alguna zarzuela como La revoltosa. Roberto Enrique comprendió
que sería imposible llegar a acuerdo alguno y dio por terminada la
reunión, expresando, eso sí, la disponibilidad de todos para seguir dialogando,
para dejar abierta esa vía. Hablando se entiende la gente, se proclamó una vez
más, con el refrendo entusiasta de todos.
(continuará)
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