Oyó el alcalde
los tres cuartetos para cuerda que el desgraciado conde, después príncipe,
Andreas Kirillovich Razumovski comisionó a Beethoven en 1806, los llamados por
ello cuartetos Razumovski. Recordaba David la historia de este noble: construyó
a sus expensas un suntuoso palacio junto al Danubio y en la Nochevieja del 1814, para honrar al zar Alejandro I, dio
allí un baile. Los invitados eran tantos que se hubo de habilitar un espacio
adicional, calentado con tubos que venían del edificio principal. Tras la
fiesta empezaron a arder estas tuberías, el fuego se propagó con rapidez y
buena parte del palacio quedó destruida. El príncipe apareció enajenado y
perdido, vagando solo y sin rumbo entre las ruinas al amanecer, con la vista seriamente
dañada. Lo que le estaba pasando a él, pensó David, era una minucia comparada
con esa tragedia. Porque, además, confiaba totalmente en Montse, en su
inteligencia, en su buen sentido. Recientemente, cuando cierto político catalán
había reconocido públicamente la ocultación de un capital, David le hizo ver
que era un caso concreto y no se podía aplicar a todos. Montse le recordó
entonces el pasaje de La vida de
Lazarillo de Tormes, cuando el ciego acusa a Lázaro de comer las uvas de tres
en tres y este le pregunta maravillado que cómo lo sabe. A lo que el sagacísimo
ciego contesta: “Porque yo comía de dos en dos y callabas”. No, a Montse no la
iban a engatusar, a engañar.
Siguió después con
música más mundana, pero no menos agradable. Como aquella canción, una de sus
preferidas, Paloma blanca (Coloma blanca,
en catalán), que cantaban al alimón María Dolores Pradera y María del Mar
Bonet. Le gustaba la voz fluida y ajustada de la Pradera cantando en
castellano, pero se confesó que aún le gustaba más la dulcísima y delicada voz
de la Bonet. Y cuando esta cantó en catalán, admitió sin reservas la
musicalidad de esa lengua, que era también la suya, porque era perfectamente
bilingüe. Sería una pena que lenguas así se perdieran. Sobre todo esta,
relacionada con el occitano, la lengua en que los antiguos trovadores
medievales empezaron a cantar la destilación del amor, el amor cortés,
descubierto por entonces.
El problema
surge, pensó, cuando se hipertrofian los afectos y las querencias, cuando nos
empeñamos en hacer de lo nuestro lo mejor, lo inigualable, y empezamos a
desdeñar lo ajeno. Si pensamos que el catalán es la más lengua más perfecta del
mundo, tropezaremos, antes o después, con los que otorgan esa preeminencia al
vascuence, por poner un ejemplo. Esta última fue, para el padre Pablo de
Astarloa, la primera lengua hablada en el mundo, anterior al hebreo y fue
Túbal, nieto de Noe, quien la trajo a España. El jesuita Manuel de Larramendi creía
igualmente que era una de las setenta y cinco lenguas —ni una más, ni una
menos— que surgieron después de Babel. Todo eso, en el fondo, son naderías,
porque el abate Dominique Lahetjuzan (1766-1818) afirmó que era la lengua
hablada en el Paraíso Terrenal, y el también abate vasco francés, Diharce de
Bidassouet, aseguró un poco después que era la lengua que manejaba el Creador.
Un catalán y un vasco, proclamando ambos esta supuesta supremacía de sus
respectivas lenguas, no pueden tener razón los dos. Forzosamente, la razón ha
de ser de uno o del otro o de ninguno de los dos. Son las irrebatibles cosas de
la lógica.
Lo mismo ocurre
si alguien opina que el enclave urbano más bello y recoleto del mundo es la
Plaça de Sant Jaume, en Barcelona. Porque entonces se enfrentaría a la opinión
del sabio y polígrafo italiano Edwin Cerio, convencido de que “la obra maestra
de Dios es la plaza de Capri”. Una opinión difícil de rebatir, además, porque
Cerio era historiador, ingeniero, arquitecto, botánico, etc. Fue quien proyectó
el ferrocarril transandino, que comunicó Santiago de Chile y Buenos Aires, y
fue también alcalde de Capri, la ciudad en la que había nacido. Hablaba seis
idiomas, escribió ficción y fue editor de una revista literaria, Tra il riso e il pianto.
Es que hay que
tener cuidado con lo que se dice o con lo que se sueña. No debería uno
consubstanciarse con ninguna realidad, porque la realidad la aprecia cada cual
a su manera y las impresiones subjetivas pueden resultar falaces. Un madrileño
podría estar tentado de afirmar que el aire de la sierra del Guadarrama es el
más delgado y limpio del planeta. Haciéndolo, se opondría inevitablemente al
gran escritor, periodista y diplomático mejicano Alfonso Reyes, quien ponderaba
que era precisamente la meseta de Anáhuac la región del mundo en la que el aire
es más transparente.
(continuará)
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario