Este blog nació
con el designio de no atender demasiado a temas de actualidad. Sin embargo, a
veces la realidad del presente es tan quemante que obliga a desdecirse y a
cambiar la singladura prevista. Lo que está ocurriendo ahora en Cataluña, me
preocupa, como a tantos otros. Un recurso en tales casos puede ser el humor y
no es la primera vez que recurro a él en situaciones parecidas. Humor que
querría amable y punzante sólo lo imprescindible. También esperanzado, porque
creo que la sensatez acabará imponiéndose más pronto que tarde.
Este relato está
escrito desde hace meses y decido hacerlo público ahora. Cuando ya algunos de
los amigos que lo han leído me aseguran que es leve y soportable en su crítica
y no es capaz de oscurecer mi afecto hacia ese bello país que es Cataluña,
ejemplar en más de un sentido, pero no siempre.
EL MEJOR PÍVOT DE LA HISTORIA FUE CATALÁN
Hace ya unos años,
un profesor de filología catalana empezó a descubrir que muchos de los
españoles estábamos viviendo en el error desde hacía siglos; que estábamos, por
decirlo así, como rebozados permanentemente en la ignorancia. Porque es obvio,
sostiene dicho filólogo, que el autor del Quijote fue un catalán, lo mismo que
el descubridor de América; por no hablar de Marco Polo, de los autores del Lazarillo de Tormes o La Celestina. Y otros grandes hombres y
mujeres que no fueron catalanes, hubieran debido serlo, si hubiera un poco más
de sensatez y justicia en el mundo. Por no hablar de los muchos, en realidad
todos, que hemos querido y queremos ardientemente ser catalanes, sin darnos
cuenta, sin saberlo. Y que ahora, tras conocer estos detalles que nos da el
avispado filólogo, nos vemos inconsolablemente abocados a la desesperación o a
la melancolía, dependiendo del temperamento de cada cual. En relación con todo esto, hablaré ahora de una intuición mía, cuya verdad me parece cada vez más probable.
Empecé a sospechar
hace mucho que también el mejor pívot del mundo de todos los tiempos quizá fue
catalán. Y no me refiero a ese gran jugador de ahora, Pau Gasol, sino a alguien
más antiguo y aún más brillante, Rick Erving, de los New York Knicks de los
años cincuenta del pasado siglo. Siempre me he preguntado cómo es
posible que, tras haber alcanzado una fama tan notoria y excepcional, su nombre
haya caído en un olvido tan absoluto y desconcertante. Es verdad que estuvo
menos de tres temporadas en el equipo y que cuando lo dejó se apartó totalmente
del baloncesto y se retiró a su vida privada, sin que se supiera nada más de él
en el mundo deportivo, pero aun así.
Yo andaba por aquellos tiempos en Nueva York haciendo mi especialidad de
medicina y me aficioné a los partidos de baloncesto. Había tantas cosas
curiosas en Rick que no sé por dónde empezar. Ya me llamó poderosamente la
atención en aquel tiempo, y luego, con lo que fui sabiendo de su vida, mi
interés no hizo más que crecer y el empeño en identificarlo se convirtió en una
obsesión. De acuerdo con mis sospechas, ahora tengo la casi total evidencia de
que vive en nuestro país, como explicaré más tarde. Estoy casi seguro de haber
desvelado su identidad oculta y trato de seguir investigando, hasta recoger las
pruebas finales, que no dejen ningún género de dudas.
Rick era —conviene dejarlo claro desde el principio— una persona compleja
y enigmática. Cuando se presentó, sin informes de nadie, ante el coach del equipo, enseñó sus papeles de
residente en USA en regla, en los que aparecía con otro nombre, y ahí tendría
que figurar su país de origen. Pero él no comentó después nada al respecto y,
por las razones que fueran, nunca se hizo pública más detallada información. Para el mundo del
deporte, había escogido llamarse Rick Erving y nunca mencionó su pasado.
Hablaba poco y siempre en un inglés, que había empezado a aprender por
entonces. Muy pocas veces habló con un utilero del club, de origen alemán, en
esa lengua que dominaba perfectamente. Pero Rick no era alemán, de eso estoy
seguro. Su acento en inglés no se parecía en nada al de otros alemanes que
conocí en esos años.
Tenía una ilimitada capacidad para convencer. El entrenador del equipo
creyó que se trataba de una broma cuando le pidió que le hiciese una prueba en
el campo. Su estatura no era la de un jugador de baloncesto; de hecho, era un
poco más bajo de lo normal. Sin embargo, algo le hizo confiar en él, lo puso a
entrenar y, a pesar de esa notoria desventaja, se ganó sin duda un puesto en el
equipo titular. Nadie sabía cómo lo hacía. Los jugadores contrarios se quejaban
a menudo de que, de alguna manera, trepaba sobre ellos para encaramarse hasta
el aro de la cancha; hablaban de un roce apenas perceptible, que duraba una
fracción de segundo, pero jamás se pudo probar nada de esto. Si verdaderamente
lo hacía, habría que reconocer su extrema habilidad. Nunca se pudo evidenciar
esta maniobra, ni, por supuesto, ninguna foto o película la reveló en el campo.
Ya dije que no era muy hablador y se limitaba a esforzarse siempre al
máximo en cualquier partido, fuera de la trascendencia que fuera. Su tenacidad
a la hora de luchar por el balón, su incapacidad para rendirse en las más
adversas circunstancias, se hicieron proverbiales y le valieron el respeto y la
admiración incondicional de sus compañeros y de los espectadores. Hasta que un
buen día, sin ningún tipo de aviso previo, cuando su contrato expiraba ya, dejó
de aparecer por el Madison y se supo que había abandonado los Estados Unidos.
Rick era soltero, vivía solo en un apartamento del West Side, relativamente
modesto para sus posibilidades, no lejos de la calle 34, y allí se terminaron
para siempre todas las pistas. Durante muy cortas temporadas compartió la
vivienda con otro jugador de los Knicks, Patrick Barkley, un americano de
ascendencia irlandesa, un poco más joven. Esto sí se había comentado y se
sabía.
A mí me tenía completamente encandilado,
porque estaba además convencido de que era español. Sólo era, entonces, una
nada fundamentada suposición mía y no habría podido aducir ninguna prueba que
la sustanciara. Una vez, en un entrenamiento al que pude asistir, le voceé algo
en español y se volvió, como sólo se hace cuando se entiende lo que se ha oído.
Yo había gritado, lleno de entusiasmo, “Rick, eres el mejor”, y él me miró y
estoy seguro ahora de que comprendió perfectamente mi grito de admiración. De
hecho, al terminar el entrenamiento pude acercarme un poco más y me miró con
una cierta fijeza; contrajo rápida y repetidamente sus ojos, en un tic que ya
le había observado otras veces y le era peculiar. Yo creo que era un joven
bastante nervioso.
Era una persona muy agradable, que siempre me pareció ordenada y limpia.
De hecho en algunas ocasiones se le veía, cuando el balón se ensuciaba a lo
largo del juego, como es normal, pasándole las manos para tratar de quitarle el
polvo adherido a la superficie. Esto era un gesto casi automático que, años
después, como contaré a su tiempo, contribuyó a que mi cerebro empezara a
forjar una intuitiva hipótesis sobre su identidad, que me parece cada vez más
plausible.
Otro de estos indicios, al que no presté atención en su día, proviene de
una entrevista que le hicieron en una emisora de radio local, hacia el año
1953. Era una entrevista amable y se notaba que el propio locutor había sido ya
seducido por la espontaneidad y desenvoltura del personaje, casi recién llegado
a la ciudad y al país. Por eso sonreía indulgentemente cuando el jugador,
respondiendo a una de las preguntas, contestó con su incipiente inglés, de
manera un poco brusca: “This doesn’t touch now” (literalmente, eso no toca ahora). El
periodista no podía entender el significado de la frase en inglés y, de la
manera más cortés y risueña, trató con gran paciencia de comprenderle, hasta
concluir que lo que Rick quería decir era algo así como “this doesn’t matter now” o “it’s of no concern to us now” (esto no
importa ahora, no nos concierne ahora). Este recuerdo ha sido uno de los
que, retrospectivamente, me han afianzado más en mis sospechas sobre su misteriosa
identidad.
La verdad es que esa
frase, la traducción literal al inglés de lo que Rick pensaba evidentemente en
otro idioma, no me llamó la atención entonces. Ha sido sólo después, al oírla en
castellano, cuando se me reveló inesperadamente su trascendencia para mi
investigación. En castellano la expresión “eso no toca ahora” indica
tajantemente la inoportunidad de una pregunta o de una preocupación, y no es
que la emplee todo el mundo. Pero algunas personas —incluso podría escribir, un
político determinado— sí lo hace y hasta la popularizó, tras años de aparecer en
los medios de comunicación. Hasta el punto de que ya otros, para cancelar una
pregunta o cambiar el curso inconveniente o inoportuno de una conversación,
empezaron a decir lo mismo, “eso no es lo que toca”. Sin más razones, eso sí; o
sea, willy-nilly, como se dice en
inglés, por narices.
Lector, te pido tu
ayuda, tu colaboración. Tienes que imaginarte a un conocido político catalán,
hace años, pronunciando un discurso de pie ante un atril. De repente, sin
interrumpir su perorata, saca un inmaculado pañizuelo de su bolsillo y limpia
con esmero una pequeña parte del atril. Te digo, lector, que a mí me gustó ver
eso. Yo no sé qué fue lo que limpió; si era algo que estaba ya allí o esas
gotitas que expelemos involuntariamente al hablar —las hay de diferentes
tamaños y algunas hasta tienen sus nombres: de Pflügge, de Wells, etc.—. Lo
cierto es que no pude dejar de pensar que alguien así de limpio, de ordenado,
quizá no esté mal para conducir una política, para presidir un gobierno. Piensa
uno que también tendrá que ser igualmente limpio en su moral, en sus
compromisos. Fue un detalle que me resultó simpático, que se me quedó en la
cabeza y que no he olvidado. Y que me recordó al bueno de Rick aseando el balón
en la cancha de Nueva York, tantos años atrás.
Luego después,
porque las cosas se van hilvanando lentamente, recordé también que Rick tenía
algunos tics característicos. Bueno, pues ocurre que el político al que me
refiero también los tiene. Es algo muy discreto, sobre lo que sólo los muy
malévolos podrían tratar de ironizar. No es mi caso. Lo que me importa señalar
ahora es que, en este insignificante rasgo, coinciden los dos personajes.
Sé muy bien que las
razones para sustentar mi hipótesis no son definitivas. El político en el que
pienso, tiene algunos tics, como Rick, y también pasión por la limpieza. Sin
embargo, no es nada alto, lo que es un serio inconveniente para jugar al
baloncesto, y siempre quedará el problema de explicar cómo con su envergadura
pudo triunfar precisamente en ese deporte. Para entender su facilidad para
saltar y encestar, elaboré hace tiempo una hipótesis que la explicaría y que me
parece absolutamente verosímil: el presunto Rick Erving podría haber
participado desde niño en alguna colla de castellers,
tan numerosas en Cataluña, y haber desarrollado así una extraordinaria
habilidad para trepar sobre los cuerpos de otros, como piensan algunos que
hacía Rick en la cancha. Esas capacidades adquiridas en la niñez no se pierden
nunca.
Me apasionó tanto el
misterio, tan arraigada quedó en mí la necesidad de desentrañarlo, después de
estos progresivos barruntos, que me hice el propósito de indagar algo más en la
vida de Rick, durante algún próximo viaje a Nueva York. Porque descubrí
entonces, con toda certeza, que aquel amigo suyo, que había compartido con él
ocasionalmente su piso, Patrick Barkley, vivía en una residencia para Seniors fuera de Manhattan, pero no
lejos de la ciudad.
Finalmente, pude
cumplir mi anhelo de visitar a Patrick Barkley. No fue nada difícil encontrar
la residencia en la que estaba, en una zona amable y tranquila al norte y no
lejos de la gran urbe, en Scarsdale. Lo llamé por teléfono y le expliqué las
razones por las que quería hablar con él. No tuve necesidad de insistir y al
día siguiente nos encontrábamos cómodamente sentados en una de las enormes
terrazas del edificio. Inevitablemente, todo me recordaba aquella entrevista
entre Jerry Thompson y Jedediah Leland (Joseph Cotten), el mejor amigo
de Kane, en la película Ciudadano Kane, de Orson Welles. Barkley
parecía en buena forma y con una memoria bastante intacta.
De joven había
medido cerca de dos metros y sus ojos eran todavía limpios y de un azul casi
hiriente. Yo había leído algo sobre él y sabía que al terminar su carrera
deportiva se había interesado profesionalmente en temas de etnología e historia
y hasta había escrito algún libro sobre esos temas. El más conocido en su
tiempo, descatalogado e inhallable en la actualidad, fue Irrationality and Politics. Tuvo fama de constante perseguidor de
mujeres, que, soit dit en passant, se dejaban atrapar por él muy
frecuentemente. De hecho, en un momento distendido de nuestra entrevista me
confesó que le habían gustado tanto las mujeres que decidió quedarse soltero.
Fue él quien dijo las primeras palabras cuando nos encontramos.
— Así que quiere
saber algo del viejo Rick. Lo recuerdo perfectamente, pero no creo que le pueda
ayudar mucho.
Charlamos casi dos
horas. Rick era un hombre amable, aunque muy reservado, me confesó enseguida.
Jugaba como yo creo que no ha jugado nadie en toda la historia del baloncesto.
Estaba siempre corriendo, cambiando sin cesar de posición; desconcertaba no
sólo a los contrarios sino a los propios compañeros, pero su eficacia para
encestar era contundente y terrible. Parecía estar en todas partes y en
ninguna, como una ardilla. Era todo un poco inexplicable. Yo medía casi medio
metro más que él y, sin embargo, a veces, cuando llegaba una pelota, me lo
encontraba, de repente, alzado sobre mí, recogiéndola y encestándola. No sé cómo
lo hacía, créame. Nadie se lo explicaba.
Siempre hablábamos
en inglés, continuó. Rick empezó a aprenderlo al llegar aquí y lo dominó en muy
poco tiempo. Tenía una gran facilidad para los idiomas. Hablaba alemán
perfectamente, eso sí lo sabíamos. Además leía cosas en ese idioma. Recuerdo
perfectamente un libro que manejaba muy constantemente, de un tal Ernst Mach,
ya muerto entonces, del que me contaba que había sido físico, matemático,
filósofo y luego fue elegido para el Parlamento de su país, en el que estuvo
doce años. Rick le tenía una especial devoción y me dijo que hasta Einstein se
declaraba seguidor suyo; me hablaba mucho de él, por eso recuerdo todos estos
detalles. El libro que leía era Erkenntnis
und Irrtum (Conocimiento y Error,
traduzco yo) y lo tenía en las manos a menudo. Espero que le haya servido a lo
largo de su vida.
Por esto del alemán,
algunos pensaron que Rick era judío y que había abandonado Alemania, hacía
años, huyendo de la persecución nazi. Yo no lo creo, aunque no podría aportar
ninguna razón para mi descreencia. El evadía hablar del tema. En una ocasión le
pregunté que de dónde era y me contesto que su verdadero país tenía todavía que
inventárselo. Tengo un país, pero lo quiero mucho más grande y glorioso. Se le
iluminó la cara al hablar; nunca le había visto esa mirada radiante. Y ya no
añadió nada más.
Si lo hubiera
conocido ahora, me habría gustado hablar más sobre lo que me dijo entonces, con
una convicción y firmeza que hoy, con la experiencia de toda una vida, me
resultarían sospechosas. Señor —
Patrick utilizó la palabra española para dirigirse a mí—, esos amores ardientes
a las patrias, que pueden llevar hasta la theosis,
esas grandezas soñadas, me dan miedo. Hay muchas tragedias y desgracias, muerte
y dolor, a su alrededor. Todo no deja de ser una simpleza, o algo peor, pero
anida en regiones del cerebro a las que la razón llega con dificultad. Son
emociones que se contagian con facilidad y es muy complicado controlarlas
después, porque no se dejan tratar racionalmente, son inmunes a cualquier
lógica. Apenas tienen efectos positivos, son el mal casi en estado puro.
Hizo una breve pausa
como para enfocar sus recuerdos y prosiguió. Al expirar su contrato con los
Knicks, Rick anunció, de manera inesperada, que se iba, que dejaba los Estados
Unidos. No dijo a dónde y ya no supimos más de él. ¡El bueno de Rick, le digo
que era un sujeto peculiar! Quiera Dios que todo le haya ido bien. Si sabe
alguna vez algo de él, si está vivo, no deje de decírmelo, se lo ruego. Fue un
buen compañero y, para mí, el mejor pívot de todos los tiempos. Ha sido
agradable recordar todo esto; le estoy hablando de hace sesenta años.
Seguimos charlando, con la ternura brotando tal cual vez entre los
recuerdos, y Patrick Barkley me dijo que, en efecto, convivió en algún momento
con Rick, en su piso del West Side. Me confirmó su pasión por la limpieza y el
orden, casi excesiva, según él. Se acostumbró bien a la vida americana, a sus
usos, sus costumbres, su alimentación. Sólo echaba de menos algunas comidas de
su tierra, especialmente una cuyo nombre le repitió mil veces y por eso lo recordaba
perfectamente, aunque no sabía qué idioma era y no estaba seguro de
pronunciarlo correctamente: botifarra amb
mongetes. Para hacerla, esperaba con ansiedad que le enviaran de su país un
embutido especial, que decía que era imposible encontrar aquí.
Le enseñó a la asistenta que tenía, una puertorriqueña, excelente
cocinera, a preparar el plato, tal como le gustaba a él. Era muy feliz cuando
lo podían cocinar aquí, que no era siempre, que no era todos los días. Yo hasta
he llegado a creer que se fue de Estados Unidos sólo por eso. En esas ocasiones
parecía un Buda
inmensamente feliz. “Patrick, me dijo una vez, emocionado, en alguna zona de mi
país puede soplar fuerte el viento; un poeta nuestro la calificó como ‘el
palacio del viento’, ¡qué bella metáfora! A veces me veo en mi tierra, en lo
alto de algún risco amable, con mi equipo de senderista, mecido por ese viento
bravío, montaraz y libre, casi siempre con el mar cercano en el horizonte y
apurando hasta la última gota del placer de vivir. No puede haber otra tierra
igual; cuesta estar alejado de ella, créeme”. Y hasta se ponía a cantar, me
confesó Patrick. Tenía una voz no muy potente, pero bien temperada y dulce. En
esos momentos era, para decirlo con una expresión nuestra, a man just this side of delusion.
Un hombre justamente
al borde de la delusión, traduzco, a punto de ser engañado por los sentidos,
embaucado por los recuerdos. Y pienso, con mi perspectiva de ahora, que Rick en
esos momentos podría haberse desligado por entero de la realidad, náufrago en
un mar de añoranzas, con aquella canción que habla del monte sagrado: “Muntanyes
del Canigó, fresques són i regalades…”. O aquella otra, que yo he cantado
bastantes veces, sin ser catalán ni nada, de “Baixant de la font del gat, una
noia, una noia; baixant de la font del gat, una noia i un soldat”, pegadiza y
simpática.
Me alegraba verle
así, me contó Patrick. En donde yo nací, los vientos pueden ser feroces y
excesivos. Pero no me iba a poner a discutir de vientos salvajes con el bueno
de Rick, embelesado con sus recuerdos y sus remembranzas. Ahora sé que muchas
de las discusiones de los hombres son poco más que ruido de vientos. Pensaba lo
que he pensado siempre: que hay una tierra edénica y única, la de nuestra
infancia, y que hay muchas tierras así; que cada uno tiene la suya. Salvo casos
de tierras extremadamente desfavorecidas, tal vez imposibles de amar. Hasta me
cuesta trabajo admitir esto; son más bien algunas gentes las que son imposibles
de amar. Es así de simple.
Patrick y yo hablamos de otros temas y nos despedimos finalmente. Reconozco
que mi visita ha supuesto una nueva pista, que apunta a que el político catalán
en el que pienso pudo ser efectivamente aquel maravilloso pívot de los Knicks.
Estoy convencido de que Rick Erving era catalán y vive en la actualidad.
Mi intención con
estas elucubraciones es obvia. Para mí, cuando tantos se están empleando a
fondo en recabar glorias catalanas pasadas, con argumentos quizá no totalmente
válidos, sería bueno tener la seguridad de que alguien vivo, actual, fue una
auténtica gloria del baloncesto mundial. Sobre todo en estos tiempos en los que
se da tanta importancia al deporte en nuestras sociedades, y particularmente en
la catalana. En fin, yo me he limitado a exponer mis sospechas, para añadir uno
más a los innumerables y ocultos genios de ese bello país, que están apareciendo
ahora constantemente.
Este político que
creo que es Rick, me caía bien y me consta que también a muchos españoles, a
pesar de ciertas pequeñas extravagancias suyas, de las que nadie está libre.
Parecía abordable y entusiasta, y creer en lo que estaba haciendo. No me cuesta
ampliar esa preocupación suya por la limpieza material, de la que hablé, a la
esfera moral y mercantil; no soy de los que condenan por meros indicios, tantas
veces falsos y malintencionados, aunque tampoco podría garantizar la inocencia
de nadie.
Sin embargo, no
puedo evitar el hacerle algunos reproches. Primero, que, dándose además la
circunstancia de que el autor del Quijote fue catalán, como parecen demostrar
todos los indicios, no reparara más en el debate sobre la historia que
sostuvieron el caballero andante y el bachiller Sansón Carrasco, en presencia
de Sancho, y que se cuenta en el capítulo tres de la segunda parte de la obra.
En él, con una sintaxis discutible, el bachiller hace notar: “El poeta
puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el
historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin
añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”. Una cosa es soñar y fantasear y otra
escribir la historia, añado yo.
Otro reproche, relacionado y más grave: promocionar sólo aquellos medios
de información y entidades que ahondan y embellecen el ensueño, estimular sin
descanso el despego de todo lo español. De todos los mecanismos que se han
ensayado para lograr la cohesión nacional, ninguno más eficaz que el fomento
del desdén, el desprecio o el odio, frente a los que se juzga diferentes. El
proceso supone la magnificación de los más insignificantes hechos diferenciales
y el cultivo intensivo de procedimientos que aboquen a la diferenciación. Estas mechas prenden pronto, y más entre los
conversos de última hora, que encuentran así una manera fácil de proclamarse
integrantes del grupo y evitar cualquier suspicacia respecto a su reciente llegada al mismo.
Un último reproche
deriva de que no se preocupara más por dejar asegurada una sucesión que
permitiera una continuidad inteligente. Porque lo de ahora no se parece
demasiado a lo de antes. Muchos de los políticos de la Cataluña actual son de una
tenacidad y planura mental de difícil equiparación, incluso dentro del peculiar
gremio de los políticos; esto afecta incluso a los dos más destacados del
momento. Me recuerdan la anécdota que cuenta el jesuita Isla del padre
provincial de una comunidad monástica. Un campesino había dado dos de sus hijos
a la religión y un día preguntó al provincial cómo se portaban. “Porque no
serán exactamente iguales, alguno será peor”, argumentó el campesino, con
innegable sentido común. “Ambos son peores”, contestó el provincial. Pues eso.
No sé si se me entiende, que a veces me lío un poco.
Las masas —las
cadenas humanas, las manifestaciones y marchas ruidosas, las adoraciones de
himnos o banderas—, me aturden y no confío nada en ellas. Con un poquito de
manipulación se las puede encaminar a donde se quiera. A soñar, por ejemplo,
con la pronta llegada de una Arcadia feliz, resueltos unos simples trámites.
Luego, cuando la prometida Arcadia queda sólo en una quimera, ya es demasiado
tarde para volver atrás y queda el desencanto y un oscuro rencor.
Siempre ha sido así,
pero todo es más peligroso en una época como la nuestra, en la que apenas hay
otra realidad que la impuesta por la televisión y los medios de comunicación y
cualquier idea se convierte en verdadera si es repetida el suficiente número de
veces, en ausencia de críticas serias y fundadas. Vivimos tiempos en los que el
pensamiento es insistentemente derrotado, como apuntan numerosos intelectuales
que han prestado atención al fenómeno. Alain Finkielkraut, por citar a
alguien, proclama que la lógica del consumo está destruyendo nuestra cultura.
En el mismo capítulo
ya mencionado del Quijote, el bachiller Carrasco cita en latín para decir que stultorum infinitus est numerus. De una
novela mía, tomo el siguiente párrafo: “Algún sólido pensador ha
sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio
de sus integrantes. Pero cuando en el seno de la misma surge alguien que
ensarta pareados de esos que corea luego todo el mundo, este cómputo hay que
dividirlo forzosamente por el número p (3,1415926...). No se
conocen las razones de este cálculo, pero es exactamente así, como atestiguan
los psicólogos, sociólogos y matemáticos de todos los tiempos”.
Trato de dejar aparte las bromas y las ironías, pero me quedan los
sinceros temores respecto al futuro, el de los catalanes y el de todos, y la
sensación de que mucho de ese cataclismo sólo es consecuencia de la insensatez,
los intereses, la soberbia y la desinformación. O de una forma perversa del
amor patrio. Como en un ensueño, veo a alguien, en uno de esos mítines
soberanistas, gritando: “Tened el coraje de ser un pueblo, y pronto seréis
iguales a las naciones europeas”. Para darme cuenta después de que son, exactamente,
las viejas palabras, sin sentido ahora, de un mundo de hace más de doscientos
años, cuando Léger-Félicité Sonthonax, representante de la Convención de París
en Saint-Domingue (Haití), decretó la emancipación de los esclavos del norte de
la isla, en Le Cap, el 29 de agosto de 1793. Y lo de aquí me parece un absurdo
viaje hacia el pasado, en contra del fluir del tiempo y de la historia, un
caprichoso camino lleno de trampas y problemas, en el que casi seguramente está
excluida la tragedia total, pero no el caos y el sufrimiento de muchos, para
encontrar al final, satisfecho el orgullo y conseguida la utopía, el desengaño
y el vacío. Y me vienen a la memoria aquellos versos de José Hierro: Después de tanto, todo para nada.
Cuando pienso en la Cataluña que tantos hemos conocido y amado, me
atrista imaginar un porvenir incierto en el que se pudieran borrar los mil
recuerdos amables que muchos guardamos de aquella tierra y me inunda el ánimo
una desolación, de la que surgen unos pobres versos, algo parecidos, poco, a
los inmortales de Jordi Manrique:
Tantos
mis buenos amigos,
tantas
gentes admiradas
que
tuvieron.
Es
como si fueran idos,
de
ellos no queda nada.
¿Qué
se hizieron?