Interrumpí mi
relato, para no hacerlo demasiado largo, y continúo ahora un poco con los abades.
Uno de los más inteligentes era aquel de La
venganza de Don Mendo, del infortunado Pedro Muñoz Seca, que intervino
sagazmente en la cuestión de si había que castigar al gran Duque de Toro, por
haber dudado de la cristalina pureza de su prometida, la impar Magdalena. Le
pidieron su opinión: “Hablad, buen Abad, hablad”. Y el sabio abad no se hizo de
rogar y sentenció:
ABAD
El gran Duque, como
yo,
cree que su esposa
futura
es pura, cual aura
pura.
¿Opino bien?
DON PERO
¿Cómo no?
ABAD
Pues si todos, según
veo,
creen lo mismo que yo
creo,
¿a qué más sangre
verter?
¿A qué este asunto
mover,
si ha de haber luego
himeneo?
¿Que él al dudar la
ofendió?
Pues al casarse,
coligo
que su pecado purgó,
que el casamiento,
creo yo,
es suficiente
castigo.
Obsérvese, no
sólo el buen juicio del abad sobre el matrimonio y su potencialidad para purgar
cualquier clase de delito, sino, sobre todo, esa pregunta retórica que hace
antes de emitir su dictamen: ¿Opino bien?, extremadamente pertinente para
reforzar su autoridad moral. Y la contundente respuesta de don Pero: ¿Cómo no?,
que afianza el carácter oracular de la consulta; justamente lo que pretendía el
señor abad.
De todos modos,
el abad más conocido por todos los españoles es uno que daba arroz a una zorra;
a ese lo conoce todo el mundo: Dábale arroz a la zorra el abad, se dice. Para
añadir enseguida que se trata de un palíndromo,
una frase —también puede ser una palabra, un número— que es la misma leyéndola
hacia delante o hacia atrás. No sé si el arroz vigoriza mucho a los zorros y
zorras, pero casi seguro que alimentarlos no es bueno para las gallinas. Quizá
el abad no hacía bien en esto; no lo sé. Cuando se hace o se dice algo, hay que
pensar en todos. Una variante exonera al abad de cualquier responsabilidad: Adán
dábale arroz a la zorra; el abad, nada
Alguna idea más
sobre precedencias, en este caso colectivas. Todas las violoncelistas son
guapas; esto se ha demostrado hasta la saciedad, aunque no se conozcan las
razones últimas del fenómeno —hay muchas cosas que ignoramos todavía, que la
ciencia no es capaz de explicar—. Lo mismo ocurre con las mujeres filólogas,
sin que se sepa la causa. La conjunción filóloga y bibliotecaria es
especialmente irresistible y letal para hombres de cierta candidez, que hallan imposible
sustraerse a su encanto. Tampoco se sabe por qué; alguien lo descubrirá algún
día.
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