22 de febrero de 2014

Sobre blogs, precedencias y abades (final)


Interrumpí mi relato, para no hacerlo demasiado largo, y continúo ahora un poco con los abades. Uno de los más inteligentes era aquel de La venganza de Don Mendo, del infortunado Pedro Muñoz Seca, que intervino sagazmente en la cuestión de si había que castigar al gran Duque de Toro, por haber dudado de la cristalina pureza de su prometida, la impar Magdalena. Le pidieron su opinión: “Hablad, buen Abad, hablad”. Y el sabio abad no se hizo de rogar y sentenció:

ABAD
 
El gran Duque, como yo,
cree que su esposa futura
es pura, cual aura pura.
¿Opino bien?

DON PERO

¿Cómo no?

ABAD

Pues si todos, según veo,
creen lo mismo que yo creo,
¿a qué más sangre verter?
¿A qué este asunto mover,
si ha de haber luego himeneo?
¿Que él al dudar la ofendió?
Pues al casarse, coligo
que su pecado purgó,
que el casamiento, creo yo,
es suficiente castigo. 

Obsérvese, no sólo el buen juicio del abad sobre el matrimonio y su potencialidad para purgar cualquier clase de delito, sino, sobre todo, esa pregunta retórica que hace antes de emitir su dictamen: ¿Opino bien?, extremadamente pertinente para reforzar su autoridad moral. Y la contundente respuesta de don Pero: ¿Cómo no?, que afianza el carácter oracular de la consulta; justamente lo que pretendía el señor abad.

De todos modos, el abad más conocido por todos los españoles es uno que daba arroz a una zorra; a ese lo conoce todo el mundo: Dábale arroz a la zorra el abad, se dice. Para añadir enseguida que se trata de un palíndromo, una frase —también puede ser una palabra, un número— que es la misma leyéndola hacia delante o hacia atrás. No sé si el arroz vigoriza mucho a los zorros y zorras, pero casi seguro que alimentarlos no es bueno para las gallinas. Quizá el abad no hacía bien en esto; no lo sé. Cuando se hace o se dice algo, hay que pensar en todos. Una variante exonera al abad de cualquier responsabilidad: Adán dábale arroz a la zorra; el abad, nada

Alguna idea más sobre precedencias, en este caso colectivas. Todas las violoncelistas son guapas; esto se ha demostrado hasta la saciedad, aunque no se conozcan las razones últimas del fenómeno —hay muchas cosas que ignoramos todavía, que la ciencia no es capaz de explicar—. Lo mismo ocurre con las mujeres filólogas, sin que se sepa la causa. La conjunción filóloga y bibliotecaria es especialmente irresistible y letal para hombres de cierta candidez, que hallan imposible sustraerse a su encanto. Tampoco se sabe por qué; alguien lo descubrirá algún día.

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