En las cuatro entradas
anteriores, he hablado de mis queridos números, de sus clases, de sus
misterios, de su extraordinaria capacidad para explicar, quizá para crear, el
mundo. Me apetece ahora volver a mis queridas palabras. Empezaré con la leyenda
de la ninfa Eco, una de las inagotables de la mitología griega.
Eco era una ninfa de los bosques
que, inadvertidamente, un día distrajo con su charla a Hera, cuando esta
vigilaba a Zeus, su esposo, embarcado en una de sus continuas historias de
infidelidad. La cogió en un mal momento, esa es la verdad, y la cruel diosa, irritada por la interrupción, la
castigó a no poder hablar ya nunca, conservando sólo la facultad de repetir los
últimos sonidos de sus interlocutores. Si alguien después se dirigió a ella y
le preguntó, al verla, que si estaba triste, la pobre Eco sólo pudo responder
“iste”, el eco de la última palabra. No pudo abrirle su corazón sangrante, contarle
sus penas, buscar consuelo. Terrible, ¿no?
Algún hombrezuelo podría bromear
y argüir que una tal mudez no es indeseable en una mujer. Nada más injusto; odio
esa clase de mezquindades y bravuconadas masculinas. La pobre Eco anduvo desde
entonces solitaria y perdida. Languidecía en la espesura de los bosques, se
refugiaba en las cuevas más escondidas y secretas... Hasta que, de la manera
más casual, encontró una mañana al bellísimo Narciso, se enamoró perdidamente
de él e intentó seducirle, sin ningún éxito.
¡Ah, si la ninfa Eco hubiera
podido hablar! ¡Quién sabe si habría podido lograr el amor del joven! Las
palabras tiernas, la sinceridad, el desnudar el alma ante el otro, la
angustiosa demanda de comprensión y afecto, todas esas cosas, juntas o
separadas, pueden obrar milagros. A lo mejor habría despertado el amor en el
esquivo Narciso y lo habría sustraído así a su infausto destino.
Lector, estarás pensando, con
toda razón, que para enamorar también están las miradas, las lágrimas, el
lenguaje corporal... Sí, pero la palabra es la palabra. No hay nada tan
poderoso. Todo queda magnificado, multiplicado por el milagro de haber
escogido las palabras justas, las que nos emocionan y conducen a la alfaguara
íntima de la que brotan los sentimientos. En el terreno de la literatura, eso
ocurre sólo con algunos escritores y sólo cuando están en estado de gracia.
Siempre me pregunto, ¿cómo es
posible que esas nonadas, esas briznas de aire estremecido, esos pocos sonidos que
se hilvanan en un instante para dejar de existir inmediatamente, tengan tanta
fuerza, tanto poder? Las palabras son capaces de cambiar el devenir del mundo,
de torcer la voluntad de las gentes; han sido cuidadosamente hechas para eso. “Se
llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron
todo... nos dejaron las palabras”, cantó Pablo Neruda, refiriéndose a los
conquistadores. Créeme, lector, la palabra es más cegadora que la luz, más
veloz que el viento, más certera y mortífera que la flecha, más engañosa y
complicada que cualquier laberinto imaginable. Por eso, para mí, la literatura
no puede ser otra cosa que el pulimento, la orfebrería de las palabras. El
escritor ha de ser un argentador de palabras.
Thomas Mann, en su Muerte en Venecia, expresa la idea de
que la palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla. Se refiere,
obviamente, a la belleza plástica, a la belleza física, que es de alguna manera
inefable. No se puede traducir en palabras, con total fidelidad, el esplendor,
la armonía de un cuadro, de una estatua, de una persona concreta. Pero la
palabra tiene su propio campo de acción y es capaz de producir una belleza —la
que le es consustancial, la literaria— absolutamente embriagadora y poderosa, que,
en mi entender, ha de estar siempre presente, con la necesaria dosificación, en
cualquier obra de literatura.
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