Como otras
veces, quedan cabos por atar. En mi entrada anterior escribí que la Biblioteca
de Babel no era infinita. Aduje entonces lo que se dice en el propio relato, al
mencionar un espejo que duplica las apariencias: los hombres suelen inferir
“que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente, ¿a qué esa
duplicación ilusoria?)”. Ahora, releyendo más atentamente, ya no estoy tan
seguro. Me explico.
Porque también se
lee que “la Biblioteca se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías
hexagonales”. Y un poco más adelante, cuando el narrador habla de su muerte,
detalla: “Mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el
viento engendrado por la caída, que es
infinita”. En fin, en otro momento se puede leer: “Yo afirmo que la
Biblioteca es interminable”.
Interminable
vale por infinita. Como se ve, también hay razones para abogar por un
Biblioteca infinita. Quizá pueda confundir el hecho innegable de que los libros
sí son finitos, numerables —1,956*101834097—, como ya hice ver. Podría
tratarse entonces de una Biblioteca infinita, ocupada por un número de libros finito,
enorme, inconcebible. Aun así, la parte vacía de la Biblioteca sería infinita,
como la Biblioteca misma.
El número de
lenguajes que existen en la biblioteca tampoco es infinito. Si cada lenguaje es
definido por su vocabulario y sus reglas gramaticales, los veinticinco símbolos
del alfabeto pueden dar lugar a muchos lenguajes diferentes, pero siempre en
número limitado, porque el número de combinaciones de los citados símbolos no
es infinito. Esos lenguajes existen de hecho y Borges cita un libro escrito en una lengua
que pareció portugués o yiddish, hasta que se vio que era un dialecto
samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. Lengua bien curiosa,
por cierto.
También están
en la Biblioteca las versiones de cada libro en todas las lenguas. Y las
interpolaciones de cada libro en todos los libros. Todo esto, lector, es sólo
un juego, un ejercicio intelectual, espléndido y banal a la vez. La matemática
de los conjuntos infinitos es mucho más compleja y exigente, con conceptos poco
aptos para la literatura, por no ser fácilmente comprensibles. Los expertos
sonreirán frente a estos elementales artificios, estos juegos borgianos, que
hay que tomar con la natural cautela.
El narrador
también afirma: “No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo
haya un libro total”, que sea el compendio perfecto de todos los demás. Ese
libro, añado yo, ha de existir forzosamente, si puede escribirse con
veinticinco símbolos (podría ocupar más de un volumen). Si puede existir, si su
probabilidad no es cero, entonces, en un tiempo infinito, existirá. La ley
Cero-Uno de Kolmogórov dice que, dada una serie infinita de sucesos
independientes, cualquiera de ellos ha de tener una probabilidad de cero o de uno.
Por lo tanto, si la probabilidad no es cero, tiene que ser uno. En otras
palabras, si algo puede existir, acabará existiendo… en un tiempo infinito.
Es lo que se
proclama en el llamado teorema del mono infinito, cuya idea germinal se remonta
a Émile Borel, quien, en su libro Mécanique Statistique et Irréversibilité (1913), aseguró que es extremadamente
improbable que un millón de monos, mecanografiando diez horas diarias,
produzcan algo parecido a cualquier libro de la
Biblioteca Nacional de Francia. Mucho después, en 1970, se introdujo una
variación absolutamente sustancial: un solo mono inmortal, tecleando sobre una máquina de
escribir durante un tiempo infinito, podría escribir cualquier texto dado. Un
número infinito de monos podrían producir todo texto posible inmediatamente,
sin demora. De hecho, en ambos casos, el texto sería producido un infinito
número de veces.
Lector, trato de hacer patente la extraordinaria dificultad para
aprehender y manejar el concepto de infinito. Borges se mueve con soltura en
este terreno y produjo sugerentes textos de aquilatada belleza. Pero si de
verdad quieres saber algo de los infinitos, tendrás que irte a la Matemática, a
los autores especializados.
Te copio un fragmento más de su relato: “Sospecho que la especie humana
—la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,
solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos,
inútil, incorruptible, secreta”. Con una prosa así, se puede embaucar a
cualquiera. Pero también es justo recibir ese tesoro pensando que no todo es
oro puro, que hay también maravillosa pedrería dudosa.
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