En mi entrada
de anteayer hablaba de cómo algunas personas dejan encargos, a veces de difícil
o imposible cumplimiento, para el momento de su muerte. Lector, como sé que te
gustan las leyendas y las historias orientales —lo vislumbro así en las
estadísticas de lectura de mi blog—, te voy a contar hoy un cuento árabe en el
que su protagonista no tiene demasiadas opciones respecto a su forma de morir y
sólo pretende que su muerte sea rápida y súbita, como las que proclamaba Plinio el Viejo que eran la postrera
felicidad de la vida.
Empezaré como
en mis tiempos de niño. Érase una vez un príncipe, joven y atrevido, que había hecho
una guerra y la había perdido. Las guerras se pierden siempre, hasta cuando se
ganan, pero esto él no lo sabía; ya he dicho que era joven. Este príncipe,
derrotado y hecho cautivo por el vencedor, otro príncipe que tuvo algo más de
suerte, sabía muy bien que, de acuerdo con las leyes que imperaban entonces,
habría de ser decapitado sin posible perdón.
Sin embargo, se
trataba de un príncipe y el vencedor no tenía más remedio que tener ciertas
elevadas consideraciones con él, aunque se tratase de un vencido, de un
prisionero condenado a morir. Se le instaló en un palacio dedicado
exclusivamente a su persona y se ordenó a todos que se le tratara de acuerdo
con su alto rango. Todo el personal de esta corte asignada estaba a su
servicio. En realidad, el príncipe hasta podría haberse olvidado de que estaba
cautivo, si no fuera por la amenaza segura e imprescriptible de su condena. El
prisionero era consciente de que sería decapitado sin remedio,
indefectiblemente.
Como es de
suponer, a pesar de tantos honores y delicadezas, el príncipe estaba triste y
su rostro mostraba las huellas de su infortunio. Ni las músicas, ni las danzas,
ni la compañía de las más seductoras esclavas puestas a su disposición,
conseguían ahuyentar la sombría máscara de la muerte, su constante ronda. Pasaron meses así y un
buen día, cuando ya no pudo aguantar más, pidió a su vencedor que, por piedad,
lo matara cuanto antes:
— La vida en
estas condiciones me es más insoportable que la propia muerte, le dijo. Te lo
ruego, haz que esto acabe de una vez. Sólo te pido que sea una muerte que no me
haga sufrir demasiado, que sea una muerte limpia y rápida.
Muy pocos días
después, el vencedor invitó al desgraciado príncipe a su propio palacio y
participaron ambos en una fiesta suntuosa en la que los alimentos, la música,
los artistas que cantaron y bailaron fueron de una calidad única, sublime,
reconocida así por todo el mundo. Sólo el príncipe perdedor no se sumó al gozo de
la celebración. En un momento se acercó a su anfitrión y le pregunto: ¿Cuándo
me darás la muerte?
— Ya viene, le
contestó este, impasible. Tu verdugo ya está aquí.
Empezaron de nuevo los bailes. Un danzante enorme, que
portaba un sable resplandeciente en su mano derecha, empezó a dar los primeros
pasos de una danza. Lo hacía muy lentamente, con una elegancia extraordinaria.
Todos lo miraban fascinados, incluso el príncipe condenado.Sus movimientos
eran de una gran armonía y agitaba con suprema gracia el sable, que al cortar
el aire producía agudos silbidos semejantes a los de una serpiente enfurecida.
Poco a poco el ritmo de la danza se fue haciendo más rápido y al final era ya
frenético.
El baile duraba
ya mucho tiempo, pero todos los espectadores seguían incansables los pasos del
danzarín, que se acercaba a veces hasta ellos en sus acrobáticos saltos. El
príncipe, cansado de la inútil espera, angustiado, preguntó al vencedor:
— ¿Cuánto
tiempo va a durar esta inquietante danza? ¿Cuándo me cortarás la cabeza por
fin?
Entonces, el
vencedor le sonrió y le contestó:
— He cumplido
ya mi palabra, tu cabeza está ya cortada. Inclínate un poco hacia delante y
verás como cae inmediatamente.
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